¿Quién no se rio del Google Traductor primigenio? Ayudar, ayudaba. Pero qué cantera de barbaridades aquella versión 2006. Entre tantas perlas, "baño de caballeros" podía transformarse en el inglés "knights restroom”, de caballeros medievales, literalmente. De a poco hubo que tomarlo más en serio. Todavía estaba lejos, pero era decente en cierto tipo de traducciones, y sobre todo entre las lenguas con más intercambio, por ejemplo, el inglés y el español. Las cosas cambiaron cuando la inteligencia artificial entró al dominio de las lenguas. Entonces vino el terremoto. En 2016 ya Google había inventado nuevos algoritmos para la traducción. Cada vez más, los resultados eran sorprendentes. Los nostálgicos siguen clamando que, de todos modos, cuando se trata de textos complejos, la traducción es asunto de humanos only.
En determinadas situaciones, se puede, sí, resistir la adopción irrestricta de la traducción automática (o traducción de máquina, como otros prefieren denominarla), aunque sea por ahora. Una cosa es una noticia de las que se leen en menos de 30 segundos, y otra un Finnegans Wake, ¿no? Pero cuando los grandes como Google, Facebook, Microsoft o Baidu andan en la vuelta, mejor preguntarse dos veces por la velocidad y el rumbo que puedan imprimirles a los cambios. Desarrollar sistemas de inteligencia artificial capaces de interactuar con el lenguaje humano natural es lo que todos buscan. Semanas atrás, Microsoft anunció que había logrado desarrollar un sistema de traducción que superaba a los profesionales de carne y hueso en la traducción de noticias del chino al inglés.
“Alcanzar a los humanos en una tarea de traducción automática es un sueño que todos teníamos”, dijo Xuedong Huang, funcionario de Microsoft. “Simplemente, no nos dimos cuenta de que podríamos alcanzarlo tan pronto”, celebró cuando anunciaron que los propios traductores profesionales evaluaban de manera casi idéntica las traducciones producidas por máquinas o por humanos. Arul Menezes, del mismo equipo, apuntó: “Lo clave de los modelos de redes neuronales es que son capaces de generalizar mejor a partir de los datos”, o sea, de recoger la frecuencia de correspondencias en corpus de traducciones ya existentes (internet es una cantera infinita), lo que permite anticipar la traducción más probable entre cierto par de lenguas.
Los nuevos y famosos algoritmos se basan en el deep learning o "aprendizaje profundo". Si antes se usaba el sistema de traducción automática basado en frases, ahora se busca simular los procesos de las neuronas humanas. Entre estas estrategias está aprender del error y mejorar las respuestas con el tiempo. Otra es el “aprendizaje dual”, que implica traducir en un sentido y en el otro, para chequear que la elección funcione. Los investigadores también le enseñaron al sistema a editar y revisar sus producciones, para así refinar las respuestas. Y a entrenar probando. Pero, como advierte Ricardo Souza, profesor de Traducción en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro y traductor profesional, la penetración de la inteligencia artificial no es tan amplia en las herramientas de uso público como se cree. “Los sistemas privados y especializados de traducción de máquina son cada vez más buscados por las empresas u organizaciones que producen gran cantidad de documentos en texto, o incluso en voz. Esa es una tendencia irrefrenable”, puntualiza.
¿Se le puede pedir a una máquina adecuación al contexto, recreación de la polisemia hasta la imperfección y riqueza que el pasaje de una lengua a otra implica? El problema es que si la máquina lo empieza a hacer, tendremos que reconsiderar lo que nos hacía únicos como humanos. Además, en traducción no hay una sola formulación adecuada: dos traducciones de un mismo texto pueden divergir y ser apropiadas. Eso es lo que los investigadores reconocen como el mayor de los desafíos (no imposibilidades). De todos modos, la tecnología está ahí y avanza. Souza opina: "Lo que se perfila para el futuro de los traductores es un mundo en que estos profesionales traducirán de hecho, menos, y planificarán, administrarán y supervisarán cada vez más el trabajo de los sistemas de traducción". Y es probable que el embate a la traducción literaria no sea despreciable.
Hace poco traduje un ensayo del español al portugués, dos lenguas que comparten palabras que no siempre tienen la misma frecuencia de uso en cada una. Usé el traductor de Google en varios momentos. Lo que empezó siendo una colaboración máquina-humana (yo) terminó como un experimento. Encontré un bichito muy dispuesto, pero medio normalizador. Cuando el adjetivo era “grácil” en español, a Google en portugués le gustaba “gracioso”, incluso cuando existe “grácil” en portugués con el mismo significado (y “gracioso” no es exactamente lo mismo). La frecuencia se imponía. Cuando había dos adjetivos juntos, como “descoordinado” y “lumpen”, por alguna razón omitía el “lumpen”, como para no ensuciarse las manos. Más aun, cuando decía “Importaba lo que atañe a esa existencia, a ese estar en el mundo”, a Google le parecía redundante el segundo adjetivo demostrativo (“ese”), y lo podaba. Era la personificación de un traductor-editor meterete. Pero, además de normalizador, oh, el bichito era mutable, y no ofrecía los mismos resultados cuando repetía la operación.
El experimento fue una bobada, pero a gran escala estremece. Lo más importante tal vez no sea la comparación de la capacidad traductora de humanos y máquinas, sino cuál será (o es) el impacto de este nuevo tipo de traducción, omnipresente e imparable, sobre la vida social. Abra su celular y vea que le traduce noticias de otras lenguas, sin que se lo pida. O que en el mapa le muestra todo en su lengua materna. Como no hay inocuidad en nuestra era, podemos imaginar criterios deliberados del bichito que puedan, en determinado momento, interponerse a cierto término o expresión con potencial “revoltoso”. Así como la actualización de novedades de Facebook se llena con aquellos que marcan tendencias y omite a los que no juntan “me gusta”, la traducción automática puede ser un instrumento resbaladizo, por decir lo menos. Que alguien pueda tener ese poder sobre el lenguaje no es grácil ni gracioso.