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sexta-feira, 4 de setembro de 2015

ULISES


INTRODUCCIÓN AL PRIMER ULISES EN ESPAÑOL, DE 1945


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Algo más que la nota del traductor


El siguiente texto, escrito por el primer traductor del Ulises, José Salas Subirat, no fue reproducido en ediciones posteriores. Sin embargo es una pieza fundamental para comprender el rol del traductor en el Ulises, con todos los desafíos que plantea.

Ulises, de James Joyce, fue publicado en París en 1922. Fue vertido a varios idiomas, y ha de resultar raro que sólo veintitrés años después (primera edición castellana: 1945) apareciera su versión completa al español. ¿Qué explica tal demora? ¿Carecía de interés para nosotros una obra que ha tenido tanta resonancia en el mundo literario? ¿Existen dificultades insalvables que se opusieron a ese trasiego? Parece difícil que pueda darse una respuesta adecuada a tales preguntas. James Joyce se asemeja a Cervantes, Shakespeare, Dante y Rabelais, en el hecho de ser los autores que revelan mayor desproporción entre lo que se los comenta y lo que se los lee. Es ya un clásico y, como todos ellos, goza de esa imponencia que amilana a los que se les acercan con ligereza. La dificultad para la lectura de Ulises en su original explica la tardanza en traducirlo. Una obra difícil de entender en inglés tenía forzosamente que desanimar a los traductores.

Pero traducir es el modo más atento de leer, y el deseo de leer atentamente es responsable de la presente versión.

Decíamos en la nota a la primera edición castellana – cuyo contenido esencial repetimos ahora – que, leído con atención, Ulises no presenta serias dificultades para traducirlo. La diferencia conocida entre la escritura de ambos idiomas está presente en toda traducción del inglés al castellano. Este inconveniente se encuentra en cualquier texto. Que respecto al Ulises se multiplique, no quiere decir que se trate de una dificultad privativa de esta obra.

Existen afirmaciones exageradas con respecto a libertades de lenguaje y a construcciones desorbitadas que se atribuyen a Ulises. Lo prueba el hecho de que algunos críticos, para demostrar esas libertades, aportan ejemplos tomados de Finnegans Wake, el libro siguiente de Joyce, con lo que viene a demostrar que su conocimiento de la obra de ese autor es indirecto: no han leído con atención ninguno de los dos libros, pero se han nutrido con relativa abundancia de los innumerables escritos que existen sobre el tema, tanto en castellano como en otros idiomas. Se trata de juicios de segunda mano.

Por otra parte es muy natural que, como ocurre con otros libros célebres, resulte imposible, debido a las características idiomáticas distintas, dar con exactitud alusiones y matices contenidos en algunos pasajes. Sin embargo, fuera de casos aislados en que la equivalencia no se alcanza, una vez aclarados el contenido y la intención de ciertos giros, frases y palabras, la dificultad para su traducción puede obviarse. Tomemos por ejemplo este “calembour”.

¿Qué ópera se parece a una línea de ferrocarril?

La solución del acertijo es la siguiente:

Rose of Castille-Rows of cast Steel.

¿Cómo traducir literalmente Rosa de Castilla igual a Camino de acero forjado?


El que propone la adivinanza, Lenehan, es un gracioso de pega. Entendido esto, sólo se hace necesario dar un acertijo equivalente y de tan dudosa calidad como el original. En el texto castellano se ha dado esta versión:

​¿Cuál es el país que tiene más hoteles?

Suiza, porque es la patria de Guillermo-hotel.


En otro pasaje, Bloom canta tontamente:

Li li poo lil chile

Brings pigfoot evely night

Payee two shilly


Si esto puede ponerse en el inglés correcto:

Little por child

Brings pigfoot every night

He pays two shillings…


nada impedirá verterlo al castellano:

El pobre niñito

Trae pata de cerdo cada noche

Le cuesta dos chelines…


Y luego pervertir las palabras de un modo equivalente:

El pobre chiquilín

Tlae pata le celdo cala noche

Le cuelta dos chelín…


Y ya en este camino, no resulta difícil tampoco traducir an anythingarianpor un cualquiercosario; with smackfatelacking nigger lips por con chasqueantegruesosrestallantes labios de negro; haw have kankury kake por teremos tortitas te tanturi; shitbroleeth por Esun abuscacam orra; have you a Swaggerroot por tienes una caña fumatélica; whorusalaminyourhighhhohhhh porPutnostodosentiendtualtezchanchajjjj; Hoondert punt sterlink por siyen libres esderlinos; Closetelutched swift swifter with giareblareflare scudding they scotlootshoot lumbering by. Baraabum por Aprietarrabos veloz velozmente fijosojosviajando deslizándose se lanzadisparazumban quebrantepesando. Barabum; Helteskelterpelterwelter porApestillarrompelofajalorrevolcalosacudeledafenomás.

Las dificultades netamente lingüísticas difícilmente sobrepasen a las del ejemplo que sigue.

Ahorcado, un personaje dice sus últimas palabras:

Horhot ho hray no rhother’s rest.

La escena misma da la clave para estas palabras inglesas.

Forgot to pray for mother’s rest:

Y literalmente:

Olvidé rezar por el descanso de mi madre.

El texto castellano queda, pues, así:

Gue oguigué gue guejar go guee quesganjo guegui gagre.


Un elemento que desorienta en una medida mucho mayor que la deformación de las palabras y los neologismos, está representado por el cambio de la persona gramatical en un mismo párrafo. No se trata de una novedad en literatura, pues hay ejemplos de lo mismo en anteriores de Joyce. En una de las páginas iniciales nos encontramos con esto:

Stephen ben forward and peered at the mirror held out to him, cleft by a crooked crack, hair on end. As he and the others see me. Who chose this face for me? This dogsbody to rid of vermin. It asks me too.


Que equivale a:

“Stephen se inclinó y se contempló en el espejo que le ofrecían, agrietado por una rajadura profunda, con los cabellos en punta. Como él y otros me ven. ¿Quién me eligió esta cara? Este desgraciado para desembarazarse de sabandijas. También me lo pregunta a mí.”


Como la conjugación inglesa exige la presencia del pronombre personal en una medida que en castellano resultaría inverosímil – y esto se debe a que el infinitivo casi no requiere variación al pasar de una persona a otra –, tales cambios de sujeto, a veces indicados, a veces no, inducen fácilmente a error, sobre todo cuando se trata de indicativos en que se prescinde del sujeto o de imperativos que no lo exigen. A esto debe agregarse la originalidad – y hasta la prescindencia – de la puntuación, utilizada por Joyce, junto con el agolpamiento de las imágenes, hasta producir lo que podríamos definir como congestiones de tránsito: “…that stony effigy in frozen music, horned and terrible, of the human form divine, that eternal symbol of wisdom and prophecy which, if aught that the imagination or the and the sculptor has wrought in marble of soultransfigured and of soultransfiguring deserves to liv, deserves to live.”

La literalidad en tales casos se hacía imposible y era forzoso buscar una equivalencia, a menos que se optara por aumentar la ilegibilidad al dar el párrafo en castellano: “… esa marmórea figura, helada y terrible música con cuernos de la divina forma humana, ese símbolo de profética sabiduría [afirma] que si algo de lo que la imaginación o la mano del escultor ha labrado en mármol espiritualmente transfigurado en espiritual transfiguración merece vivir, merece vivir.”

El libro de Joyce constituiría una magnífica oportunidad para reabrir el dilatado e inagotable debate relativo a si las traducciones deben ser literales o interpretativas, debate que razonablemente debe tenerse por carente de sentido. Chateaubriand, al intentar expedirse al respecto, no hace más que eludir el tema: “la traduction littérale me parait toujours la meilleure: une traduction interlineaire serait la perfection du genre, si on lui pouvait ôter ce qu’elle a de sauvage.” Cada idioma posee una jerarquía que le es privativa y que no admite paralelos absolutos, ni tribunales de apelación ni jurisprudencias: tan salvaje resulta, en consecuencia, la traducción literal – si no olvidamos el significado de este término – como la divagación y la fantasía. “Le temps des traductions infidèles est passé”, decía ya en el pasado siglo Leconte de Lisle.

¿Podría hacerse cuestión de literalidad o iliteralidad en un párrafo como éste de Ulises?

“It was revealed to me that those things which if they were supremely good yet are corrupted which neither nor could be corrupted unless they were good. Me fue revelado que son buenas aquellas cosas que a pesar de estar corrompidas no siendo supremamente buenas o por lo menos buenas podían ser corrompidas.”


Por lo demás, debido a las características de este libro, habría sido preciso de todos modos renunciar aun a una literalidad relativa; esta traducción podría ser sometida a un perfeccionamiento ilimitado – por ser ilimitadas las tonalidades que el libro contiene –, pero corriéndose el riesgo, al purificar tanto, de llegar a la esterilidad. Por eso, cuando algún giro ha presentado síntomas definidos de intraducible, se ha buscado una equivalencia de la idea en nuestro idioma, sin perder de vista la trayectoria seguida por el pensamiento de Joyce. Si ha sido preciso optar entre la fidelidad de palabras – sauvage, que diría Chateaubriand – que entrañara traicionar la idea, y una fidelidad a la idea que exigiera emplear palabras no equivalentes, la decisión ha recaído sobre esto último. En aquellos casos en que una fidelidad a ultranza sólo habría oscurecido el texto o lo habría subalternizado en relación al original, no se ha titubeado en limitar esa fidelidad a la presumible intención del autor.

En Ulises hay una intención formal que se evidencia en todo el transcurso de la obra: la de crear en el lector la sensación de simultaneidad. Creemos útil aclarar este concepto:

Si observamos la fotografía de un grupo de personas, veremos que aparte del enfoque central, que da con mayor claridad los detalles de esa parte de la foto, aparecen perfectamente destacadas todas las otras. La convexidad del objetivo fotográfico permite que se refleje en la cámara, durante la exposición, no sólo lo que está directamente frente al objetivo, en su mismo centro, sino también lo que rodea a ese centro.

No ocurre exactamente lo mismo con el ojo humano: si bien el cerebro registra el conjunto del cuadro que tiene delante, sólo son reconocibles, debido tal vez a la presencia del pensamiento, los detalles de lo que ocupa el centro del foco; es decir, que si el ojo mira a un grupo de personas, sólo percibe los detalles de una de ellas, y para observar los de cualquier otra, tiene que abandonar la observación de la anterior. Esto es evidente cuando se desea observar una fotografía: en ella están los detalles de todas las personas que allí aparecen, pero el ojo sólo puede recorrer esos detalles por turno, no simultáneamente. La cámara fotográfica, en cambio, captó simultáneamente los detalles de todas las personas y objetos que componen el cuadro.

Llevando esta reflexión a nuestra capacidad de observación, podemos comprobar que, en un instante dado, nuestra atención enfoca una sola imagen-idea, pero las otras que pululan alrededor de ella están pálidamente presentes: no son ignoradas, pero tampoco son pensadas claramente. Podemos posar en todas y detenernos en los detalles, pero por turno. Así se da con frecuencia el caso de un cúmulo de pensamientos distintos que querríamos analizar antes de que huyeran. Consciente o inconscientemente elegimos: "Está bien –murmura uno–, ahora esto; el resto lo pensaré después.”

Nuestro cerebro opera en dos dimensiones: tiempo y espacio. La máquina fotográfica que no piensa las imágenes, sólo actúa en el espacio, y las registra simultáneamente, sin necesidad de recorrerlas en el tiempo. La mente recurre al tiempo para efectuar el tránsito.

Sin embargo, ¿es indispensable el tiempo para la mente humana? Podemos observar que, de acuerdo con el grado de cultura y de agilidad mental, de unos a otros cerebros va una diferencia notable de velocidad para pasar de una idea a otra, o de una a otra imagen. ¿Sería posible llegar a la aceleración necesaria para producir la simultaneidad?

En procura de este don de ubicuidad (y vemos asomar aquí la paradoja de Aquiles y la tortuga), algunas páginas de Joyce alcanzan un grado notable de simultaneidad de las cosas descritas, y esa es la explicación de los neologismos y juegos de construcción con que se tropieza en ellas. Aparte de que esta realización tiene lugar durante capítulos enteros, la intención de simultaneidad –conseguida en una proporción extraordinaria– se revela en una palabra, en una frase o en algunas líneas que a primera vista tienen el aspecto de verdaderos jeroglíficos, pero que ceden a los requerimientos de la traducción tan pronto como se las relee desde ese punto de vista:

“Bringing his host down and kneeling – dice – he Heard twine with his second bell the first bell in the transept (he is lifting his) and rising, Heard (now I am lifting) their two bells (he is kneeling) twang in diphtong.”[Bajando su hostia y arrodillándose oyó conjugarse con su segundo campanilleo el primer campanilleo en el crucero (eleva la suya), y levantándose oyó (mientras yo elevo la mía) sus dos campanilleos (él se arrodilla) vibrar en diptongo.]

Otra muestra notable de esta forma se produce en la siguiente escena:

“Bang fresh barang bang of lacquey’s bell, horse, nag, steer, piglings. Conmee on Christass, lame crutch and leg sailor in cockboat armfolded ropepulling hitching stamp hornpipe through and through. Baraabum! On nags, hogs, bellhorses. Gadarene swine. Corny in coffin. Steel shark stone onehandled nelson, two trickies Frauenzimmer plumstained from pram falling bawling. Gum, he´s a champion. Fuseblue peer barrel rev, evensong. Love on hackney jaunt. Blazes blind coddoubled bicyclers. Dilly with snowcake no fancy clothes. Then in last wiswitchback lumbering up and down bump mashtub sort of viceroy and reine resish for tublumber bumpshire rose. Baraabum!”


Cuya versión ha quedado así:

“Ling nuevo tiling de campanilla de pregonero, caballo, jaca, ciervo, lechoncitos. Sobre la muleta del cojo marinero Cristoasnal Conmee tirasoguea en cruzabrazos barquillamarrando solibailando baila rebaila salta que salta Barabum. Sobre jacos, cerdos, yeguas madrinas, puercos de Gadara, Corny en el ataúd. Acero tiburón piedra, manco Nelson, dos pícaras Frauenzimmer manchadas de ciruelas desde cochecito de bebé caen chillando. Caramba, es un campeón. Mirada fluyente azul atisba desde barril reverendo Angelus Amor en fiacre de alquiler Blazes cortina doble escroto ciclista Dilly con tortas de nieve nada de ropas elegantes. Luego el último apelotonamiento brujosabilomo subebaltinbacae en suenamasijo virrey y virreina ruidobraceando sordamente saborean la rosa porquicondado. ¡Barabum!”


No es fácil librarse de la tentación de transcribir y comentar pasajes deUlises. Y esto se explica: el libro posee el encanto de una sinfonía que a cada lectura ofrece nuevos hallazgos; queda aún mucho que explorar en el inmenso mar del subconsciente, que se muestra con verdaderas revelaciones en el monólogo interior que es en definitiva la esencia de esta obra. Al recorrer sus páginas asistimos a los infinitos planos en que se despliega el pensamiento del hombre en un solo día de su vida, hasta llegar, a través de innumerables experiencias virtuales, al real monólogo interior de la señora Bloom –cincuenta páginas sin ningún signo de puntuación– durante el cual parece oírse el rítmico golpear de un corazón inmenso que, entre la vigilia y el sueño, desborda de fluido vital en trance de inundar las dilatadas llanuras de la vida, para cubrir los intersticios, las cicatrices de los días y los sollozos inevitables, sollozos o suspiros que, como siempre, logran nadar sobre las rumorosas aguas y que dejan sus señales flotando como banderas condenadas a desvanecerse entre irreparables recuerdos.

Tal vez resulte interesante observar aquí que el valor de una creación literaria se aminora en la medida que responde a las formas consagradas, y que el afán de salirse de ellas constituye también un molde que impide crear. El repudio de un círculo vicioso hace caer en otro. Cuando un autor se da a sí mismo la voz de orden de hacer cualquier cosa a condición de que no se parezca a nada de lo ya hecho, tropieza inmediatamente con su propia medida monstruosa, que elimina por lo menos sus posibilidades de captación de todo aquello que no había conseguido aprender hasta ese momento. Joyce nunca sigue una línea de composición por la composición misma: dispone a su arbitrio de todos los medios de expresión, que utiliza en las formas más inesperadas, agotándolos a la vez y afrontando todas las consecuencias de esta actitud. La riqueza de recursos de que dispone al proceder así es responsable en buena parte de las dificultades de su lectura en el original, y por ende de la exagerada dificultad que se atribuyó a su traducción.

Afortunadamente, Ulises no es, como se ha afirmado, ningún engendro monstruoso. Tal idea que ha circulado en las más variadas formas, ya sea como crítica negativa, ya sea como elogio desviado, ha servido para crear alrededor del libro ese ambiente de expectativa –que va desde la prevención pusilánime hasta el interés enfermizo– que le ha conferido títulos de intraducible. Decíamos que, cumplida esta versión, podía aceptarse la idea de que el trabajo no fuera definitivo. Para que fuera definitivo, debería acompañarlo otra obra comentándolo, pues puede afirmarse que con ese libro Joyce revalidó la lengua inglesa, a la que ha obligado a practicar una gimnasia imprevista, y de la que ha sabido extraer modulaciones cuya sola presencia eleva la obra a la más alta categoría literaria.

Nota del traductor a la primera edición del Ulises en español, realizada por José Salas Subirat. Editorial Santiago Rueda, Buenos Aires, 1945. Proporcionada por Marietta Gargatagli.

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