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quarta-feira, 12 de novembro de 2014

MANUSCRITO



Deliciosos enigmas de los diccionarios




Era un hombre alto, impecablemente trajeado, aunque había algo bohemio en su desordenada manera de hojear los libros. Se lo podía encontrar cada tarde de aquel verano en la sala de lectura de la Biblioteca del Maestro, perdido en medio de la troupe de estudiantes universitarios que se acantonaban en el lugar en busca de concentración. Lo más curioso del individuo no era, contra todo, su aspecto discordante, sino que parecía dedicarse en exclusividad a volúmenes masivos. Un día se lo veía con los cuatro tomos de un diccionario de filosofía (firmado por Ferrater Mora), otro con algún diccionario de la lengua. Sacaba después de un rato una libretita, anotaba algo y, acto seguido, lo tachaba. Lo que el hombre iba marcando eran las entradas que acababa de leer. Estaba embarcado en la memorable tarea de navegar de manera completa, al modo de una rayuela, las obras de referencia que consultaba.

La imagen de aquel anónimo personaje reapareció con la potencia de los recuerdos suprimidos años atrás, cuando algunos amigos de lo ajeno se colaron en el cuarto en que esto se escribe para llevarse, del primero al último, los diccionarios que con el tiempo había ido acumulando en las estanterías. La sospecha, casi la esperanza, de haber sido víctima de cacos intelectuales se rompió pronto cuando pude localizar algunos de esos ejemplares en ciertos florecientes puestos callejeros donde no se pregunta de dónde vienen las cosas.

El drama fue esencialmente sentimental. La mayoría de esos diccionarios ya podían consultarse, como de hecho ocurría, en la red . Pero, desprovisto del papel, también quedó en evidencia hasta qué punto aquella cercanía casual en un lugar público había producido un efecto contagio. Aunque mucho menos metódico y programático (no buscaba combatir la pobreza verbal televisiva, como terminó por sugerir aquel bibliotecómano que era su objetivo), los diccionarios se volvieron la lectura perfecta para los tiempos muertos.

No hace falta subrayar las ventajas de las versiones online, su rapidez y comodidad. Manipular los mastodontes originales para rastrear una serie de palabras puede representar una verdadera tortura para bíceps y tríceps. Pero resulta distinto si se lee el diccionario porque sí, de manera salteada, tomándolo como una caja de Pandora en la que de un vistazo pueden divisarse innumerables elementos que, en su sucedáneo virtual, permanecen ocultos.



Bien pensado, todo diccionario admite ser leído como una novela de vanguardia, abierta, en loop, con múltiples entradas y un número indefinido de conexiones



Bien pensado, todo diccionario admite ser leído como una novela de vanguardia, abierta, enloop, con múltiples entradas y un número indefinido de conexiones. Incluso el Diccionario de la Real Academia (DRAE), una obra tradicional, conservadora y algo almidonada, que acaba de ver su vigésima tercera edición, deja que se lo hojee con esa placentera displicencia. Decidirse por cualquier página, dejar que una definición lleve a otra; descubrir que adefesio viene de la epístola de San Pablo a los Efesios ("Ad Ephesios") y pasar al curioso fenómeno de que boludo, en Cuba, designa unos zapatos de puntera redonda. No deja de resultar risible que en sus páginas aquella noble bebida dorada en que se especializan los escoceses se escriba legalmente güisqui y que whisky se acepte si se le coloca la itálica de rigor. Pero el DRAE no es único en su especie. Algunos, como le ocurría a Gabriel García Márquez, preferirán el Diccionario de uso del español, de María Moliner (imposible consultarlo hoy: fue víctima propiciatoria de los rateros). Sus definiciones son algo escuetas, pero su artífice, una lexicógrafa que hizo de su casa un depósito creciente de papeletas, puede ser considerada, frente al colectivo académico de la RAE, como una solitaria y genial autora conceptual. El diccionario etimológico preparado por el catalán Joan Coromines, una maravilla en su versión condensada para leer al azar, tiene contradictoriamente algo de esas novelas decimonónicas en que cada personaje (cada vocablo) se remonta en su linaje. Y el Diccionario del habla de los argentinos, preparado por la Academia Argentina de Letras, puede recorrerse como un poema aleatorio, a la vez urbano, regionalista y gauchesco, que, entre tantas cosas, declama quebondi designaba en realidad al tranvía y viene del portugués de Brasil.

Es, podría decirse, un mundo sin fin. Quizá, como simples y mundanos lectores, sea el momento de reducir las disputas entre el papel y lo digital a un cambio de polaridad: dejar que la versión virtual se lleve el lado práctico, el dedo admonitorio del "mataburros", y que las versiones físicas se conviertan en el pequeño jardín donde pasearse mientras las palabras proliferan a sus anchas

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