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sexta-feira, 12 de julho de 2013

Un mundo en peligro

Editorial de El País - Uruguay
La civilización está amenazada. Hasta el momento ha servido para cultivar los conocimientos, cobijar la herencia del pasado, impulsar los descubrimientos científicos y amparar las riquezas culturales, pero todo ello no parece suficiente para asegurar el bienestar colectivo, la confianza en el futuro ni la búsqueda de la felicidad personal o social.


Frente a ese paisaje se levanta un marco de violencias que anula los esfuerzos por mejorar la vida de la gente, desmiente los discursos que invocan la paz o la concordia y neutraliza la lucha por asegurar las conquistas más valiosas de cualquier comunidad. Ya se sabe que la guerra, los disturbios, o los conflictos políticos, son inseparables de todas las etapas de la historia del hombre, pero los optimistas confiaban en que el mundo de hoy, auxiliado por el progreso de las ideas y el ajuste de los sistemas de convivencia, consiguiera derrotar las formas de intolerancia, los métodos brutales de dominación, o la tendencia opresiva de unos grupos sobre otros.

Pero el optimismo fue burlado por la realidad y las esperanzas de mejorar el mundo fracasaron. Cien mil personas, mayormente civiles, han muerto en los dos años de los enfrentamientos internos en Siria, otras tantas han sucumbido en los seis años y medio de guerra contra el narcotráfico en México; en Colombia ya se cumplió medio siglo de enfrentamientos entre las organizaciones guerrilleras, los paramilitares y el ejército; los abismos de desigualdad económica y cultural entre las clases sociales no se han atenuado en Latinoamérica ni en África.

El hecho de que un gobierno haya sido elegido en elecciones libres y por una mayoría de voluntades, tampoco asegura su normal desempeño del poder, los mecanismos democráticos van perdiendo significado en muchos lugares y quedan reducidos a fórmulas orales, discursos retóricos, mentiras demagógicas u estafas a los sectores más ignorantes. En el mundo de hoy se observa una fachada que parece defender el decoro del funcionamiento político, pero detrás de esa fachada no todo huele bien ni resulta presentable.

Es cierto que la violencia popular en Siria está sacudiéndose una dictadura de la familia Al Assad que lleva tres décadas en el poder, pero una tiranía similar ya fue derrocada en Egipto hace dos años y ese régimen fue sustituido por una opción democrática que cambió las estructuras hace poco más de doce meses, con abundante respaldo del electorado. Y sin embargo desde hace un par de semanas la gente ha vuelto a movilizarse para pedir la caída del flamante gobierno, hasta conseguir que el presidente Morsi fuera depuesto por un golpe militar, vuelco nada fácil de juzgar desde el exterior.

Esas cosas curiosas ocurren en un país islámico donde el presidente destituido tenía el amparo de los Hermanos Musulmanes, una formación con 80 años de historia, que milita entre las franjas extremistas del Islam de hoy y que por lo visto dispuso de amplia respuesta en los comicios nacionales. Lo sorprendente es la velocidad con que esa respuesta se debilitó, encrespando a las columnas callejeras de opositores que mostraron el perfil combativo de la otra mitad del país. Ahora los enfrentamientos se agravan, con un saldo de centenares de muertos, ensombreciendo de la peor manera el futuro inmediato de Egipto y el de sus 90 millones de habitantes.

Cuando se observa cómo millones de brasileños marchan por sus ciudades protestando contra el aumento del boleto de transporte o el despilfarro de los proyectos deportivos, y cuando a esas multitudes se agregan las de los indignados europeos que desfilan -a menudo embravecidos- por Madrid, Roma, Atenas, parece más urgente la necesidad de reflexionar sobre las fallas de un sistema de vida que no admite la serenidad sino que favorece los choques, en lugares donde no ha podido asegurarse una generosa oferta de empleo, donde no se ha conseguido erradicar la miseria, donde una lluvia constante de inmigrantes indocumentados desafía los recursos de auxilio y solidaridad, por no hablar de un equilibrio social ya comprometido por la crisis global.

Bajo todas esas nubes circulan las amenazas para una civilización que debería ser radiante y sin embargo está en peligro, porque la violencia tiene más fuerza que la conciliación.

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