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sexta-feira, 19 de abril de 2013

Origen y apogeo del charlatán


Doctores truchos, adivinos, videntes atravesaron tiempo y espacio para llegar al siglo XXI. Según la autora de esta nota hoy ya no andan en carromatos pero siguen “vendiendo las mentiras que muchos quieren comprar”.

POR IRINA PODGORNY - Investigadora Principal Del CONICET En El Archivo Historico Del Museo De La Plata.

En 1930 The Medicine Man retrataba la historia de la hija de un cruel tendero, enamorada del médico itinerante John Harvey. Las escenas iniciales de la película, ambientada a fines de la década de 1920 en un pueblo cualquiera de los Estados Unidos, mostraban el entusiasmo de niños y adultos ante el arribo de la caravana del Doctor. Este, saludando desde un descapotable conducido por jefes indios, encandilaba a su futura esposa lanzándole un prendedor con su retrato y el nombre de su tónico maravilloso.

Tras el desfile de una banda de músicos pieles rojas, Harvey invitaba al “show medicinal” de esa noche. Gratuito, incluía números de varieté, actores con la cara pintada de negro y bailarinas hawaianas. Mujeres y hombres, solos o en familia, se agolpaban en la entrada de la carpa para admirar a los artistas. En el escenario, decorado con láminas de anatomía humana, se sucedían los cómicos, las demostraciones de las virtudes de jarabes curalotodo y los testimonios de agradecimiento de los pacientes. Con el silencio, un jefe Pawnee, sentado al lado de los frascos de jarabe, ratificaba la responsabilidad de su tribu en el descubrimiento del “Pepto” que sanaba la diarrea y otros revoltijos digestivos. En la pausa, el doctor Harvey ofrecía, a un dólar cada una, salud para todos y juventud eterna para las damas.

Esta comedia costumbrista expone la persistencia de una práctica que se mantiene desde los inicios de la modernidad: el charlatán, un fenómeno en las antípodas del color local y que nos confronta, en cambio, con la dispersión ecuménica de una figura cuyas curaciones se ligan al viaje y al poder de la palabra. Ya en los diccionarios de la lengua toscana de fines del siglo XVI el “charlatán” aparecía como un practicante pobre de la medicina, un traficante peregrino de ungüentos y otros remedios, que sacaba dientes y publicitaba sus productos en la plaza, apelando a la acrobacia, a la recitación, a juegos de magia, a las artes de hablar, cantar y hacer reír. Entre ese charlatán toscano y el doctor de la película se interponen, además de los siglos, muy pocos detalles. Por lo demás, son fórmulas que aunque se repitan desde entonces, no hacen crecer el pelo ni regresar a los muertos. Tampoco a los vivos y, por si fuera poco, son inútiles para protegerse de la vejez. Sin embargo, decenas de generaciones, en Europa y América, aplaudieron a estas caravanas. Llegaran caminando, en coches tirados a caballo o movidos a motor, pobres y ricos las han esperado y despedido, sin importar cuántas veces se hubiese denunciado que los vendedores de secretos vendían, en realidad, mentiras.

Y es aquí donde uno se pregunta por qué este tipo de mentira, que, como todo el mundo sabe, tiene patas cortas, pudo proliferar, como si la experiencia no sirviera para nada. También puede ser cierto que los refranes estén equivocados, pero, en todo caso, no deja de ser curioso constatar que tras lo pintoresco, se esconde un fenómeno que se viene transformando desde hace más de quinientos años. Los charlatanes, con una finísima capacidad para predecir las expectativas de sus pacientes, supieron sobrevivir en el tiempo y adaptarse a las geografías humanas más diversas. En ese trasegar de cosas, remedios y saberes conectaron espacios y tiempos muy distantes entre sí.

Los charlatanes, uniendo las innovaciones técnicas de su época con sabidurías de pretendido origen ancestral, se enfrentaron a las pestes más temidas por sus contemporáneos. La electricidad, la imprenta, el teatro, los telescopios, el auto, la fotografía, los rayos X, los museos, los modelos de cera, los autómatas, las proyecciones luminosas, el gas hilarante o el magnetismo animal se mezclarían en el tablado con los acróbatas del Africa, las princesas incas y los faquires de la India. Y, al hacerlo, retomaban aquel viejo género de la piedad cristiana, que colocaba la esperanza de salvación en los pobres y gente del común, la base de la creencia que coloca los medicamentos de los desposeídos cerca de la naturaleza y la verdad.

Para ilustrar la dinámica de la charlatanería volvamos al “Pepto de los Pawnees” del Dr. Harvey. El nombre aludía al “Pepto-Bismol”, una solución de bismuto y zinc comercializada desde los inicios de la década de 1920 por la Compañía Farmacológica Norwich y que todavía se vende para aliviar los malestares gastrointestinales. Perfumada con aceite de gualteria –una planta de la medicina de varias tribus– y coloreada de rosa, para no espantar a los niños, había sido patentada en 1900 por un médico de Nueva York como remedio contra el cólera infantil. En un contexto donde esta enfermedad acuciaba, el jarabe resultó exitoso y la demanda excedió la capacidad de producción del inventor. Por eso, a partir de 1918, Norwich se hizo cargo de su manufactura, vendiéndola directamente a los médicos en toneles de madera de unos 80 litros. El “Pepto Pawnee”, de no ser una ficción, podría haber sido el resultado de fraccionar, con otro nombre, un producto de la floreciente industria farmacológica estadounidense que, a su vez, crecía incorporando inventos, sustancias y tradiciones de distinto origen. Esta conjetura sugiere la complejidad del asunto: los charlatanes abaratándolas y transformándolas en medicina indígena, ayudaban a difundir, para su propio beneficio, las farmacopeas de su época. Convertidas en otra cosa, confundieron a más de un recopilador de remedios de raigambre popular, pero también, gracias al ir y venir de la historia, alimentaron a las farmacias y terapéuticas del futuro.

¿En qué viajan los charlatanes de nuestro siglo XXI? ¿Cómo se llaman sus remedios? ¿Dónde los exhiben? Por mi parte, no buscaría la respuesta tratando de identificar personajes análogos a Harvey o al Dr. King Schulz: la propagadora de las virtudes de la química de Norwich era, en realidad, la industria del cine que, en esos años, empezaba a ser sonoro y a arrojar al pasado el mundo del charlatán de feria. ¿Desaparecieron, entonces? No, allí andan. Sin sus carromatos, pero con patas cada vez más largas, vendiendo las mentiras que muchos quieren comprar.

Podgorny es autora de “Charlatanes” publicado por la editorial Eterna Cadencia.

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