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quinta-feira, 18 de abril de 2013

La traducción es un arte posible


Dos nuevas versiones castellanas de poemas de Wallace Stevens profundizan un camino que, en nuestro país, allanó Alberto Girri.

POR DARIO ROJO - Fuente: Revista Ñ - Buenos Aires


STEVENS. Uno de los poetas centrales del siglo XX.

Posiblemente la creación de libros compuestos, por decirlo de alguna manera, en los que el núcleo de la obra va acompañado por diferentes textos, sea uno de los efectos secundarios de la traducción. También podría pensarse a este tipo de libros como el opuesto al fetiche de la primera edición, aunque a veces también estos son envueltos con algún material aledaño, prólogos principalmente.

Los poemas de nuestro clima de Wallace Stevens es precisamente un producto de este tipo. Hay, en esta edición a cargo de Roberto Echavarren, además de la traducción de los poemas, un prólogo, una semblanza biográfica, un breve ensayo de Adriana Kanzepolsky sobre la relación entre Stevens y la revista Orígenes, correspondencia entre el poeta y Rodrigues Feo, obra ensayística, amén de la clave selección del vate oriental, lo que podríamos pensar que este combo enriquece la lectura principal. Y de alguna manera pone en relieve dos cuestiones: el de la sinuosa ubicación de la literatura, posible tanto en las obras en sí, como en construcciones derivadas, y la imposibilidad de contar con la totalidad de la producción de un escritor, principalmente cuando hablamos de alguien que no escribe en castellano. Lo que seguramente no llega a ser un tema de estado ni tampoco califica para invocar a las culpas compartidas, sobre todo si contemplamos la posibilidad que contar con una obra completa en nuestro idioma no cambiaría la lectura que se ha hecho de ese autor con el material fragmentario. De todos modos no deja de ser una situación indeseada.

Independientemente de otras traducciones, tanto las pioneras o las célebres como la del poema “Domingo a la mañana” por Borges y Bioy Casares, y posteriores muchas provenientes de España (Lumen editara, La roca –último libro en vida– y los Poemas tardíos), se asocia a la labor de Alberto Girri la difusión de Wallace Stevens en nuestro país.

La antología que Girri en su momento conformara como libro, contaba con información aledaña a cada uno de los poemas, si bien no es algo muy extraño, de algún modo lo hermanan con este libro de la editorial uruguaya La Flauta Mágica, pero también puede considerarse como la contracara de esa experiencia anterior.

En Girri hay una marcada adecuación a la tierra de desembarco, sobre todo en lo que respecta a la elección de los poemas con menor grado de dificultad para traducir, lo que podría verse como casual, o sencillamente coincidente con un recorte estético. A veces, modificados levemente en pos de una fluidez cercana a una idea, a un estilo de literatura, no tan proclive a las excrecencias de la exuberancia, sesgadas por la precisión de un ojo ejecutor.

Mientras que en Echavarren hay, sin duda, una mayor osadía en la elección de los poemas, elastizando para el lector la visión de una obra. Y en su tratamiento, una voluntad de literalidad que a veces es muy útil en la confrontación con el original aunque quizás obstruya un tipo de fluidez caro al lector argentino de poesía de los últimos años, complacido en una prosa cuya lectura sin sobresaltos es su absoluta prioridad. Quien pueda acceder a un diccionario y comprobar sin necesidad de mayor entrenamiento la profunda dificultad de algunos de estos versos: “Flickings from finikin to fine finikin” o “The tips of cock-cry pinked out pastily” por citar algunos ejemplos. Quizá pueda parafrasear un viejo anhelo imperial, “no pedimos que se alcance la felicidad sólo que los ciudadanos puedan comer”. Es decir, dada las condiciones nadie podría hacer maravillas. Como en toda traducción habrá quien se disponga a gritar, pero es muy probable que el límite sea el techo y no el cielo.

En definitiva podemos estar felices con que estos poemas actualicen la discusión de por qué decimos que una traducción es buena, algo que muchos lectores dan por sentado por simple credo o supina ignorancia.

En Buenos Aires, Laura Crespi también se suma a la discusión editando y traduciendo algunos de los últimos poemas del señor Stevens. La breve plaqueta Dos cartas, enarbola la sobriedad en todo lo que hace al objeto. Condensando el espíritu exploratorio de Echavarren con la justeza de Alberto Girri.

Distintas maneras, quizás, de pensar la edición de un poeta que lejos de las sinfonías de baldosas de un presente construido con todo lo que lo esporádico tiene de falso, impone una extraña equivalencia entre los disímiles materiales con que construye cierta argumentación, sean del hueso mismo de la expresión abstracta o la imagen más tridimensional posible. Esta equivalencia parece hacer gala de cierta libertad producida por no contaminarse por la estandarización de discursos previos, y en esta especie de inevitable invención despliega desde su oficina un dispositivo poco frecuente: las tentativas del pensamiento transformadas en elocuencia, o mejor dicho, la voz de un individuo.

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