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sexta-feira, 4 de janeiro de 2013

JUAN MARSÉ






«La auténtica patria del escritor no es la lengua, sino el lenguaje»

SERGI DORIA / BARCELONA
A punto de cumplir los ochenta el 8 de enero, trabaja en su próxima novela conel ritmo lento del artesano. Seguro que acompañado por el saxo de Charlie Parker destilando «Oh, lady be good»

Invierno barcelonés. El escritor que hizo de la posguerra material literario no ve similitudes entre aquel tiempo de silencio y miseria y el estruendo y confusión de la crisis actual. Perviven, eso sí, los perdedores de siempre. El pueblo llano -de ayer y de hoy- «paga los desmanes de una clase política y financiera incompetente o corrupta, o las dos cosas a la vez...»
-¿Le alegró la concesión del Cervantes a Caballero Bonald, o ese reconocimiento llega tarde?
-Caballero Bonald merecía el premio Cervantes hace ya muchos años.
-Usted ganó el Planeta en 1977. Como miembro -heterodoxo- del jurado, ¿cree que la fórmula de estos premios debería modificarse?
-El primer año que fui jurado del Planeta observé bastantes cosas que no me gustaron, y solicité una reunión privada con el editor José Manuel Lara y con el entonces secretario del jurado, Manuel Lombardero; propuse cambios en la selección previa de originales, de los cuales el jurado no poseía ni siquiera un listado: sólo nos daban las siete u ocho novelas escogidas para la final mediante informes de un comité de lectura de auténtica risa; planteé cuestiones que tenían que ver con nuestro papel de meros floreros ante la prensa a la hora de calibrar la calidad de las obras, de las que solo podía hablar el portavoz del jurado... Le dije a Lara que si no afrontaba esos cambios, yo dimitiría. Me prometió hacerlo, pero no hizo nada... y dimití.
-Ha insinuado que escribirá una novela en catalán, «Sentiments i centimets». Es una broma… ¿o no?
-Por ahora es una broma. Pero confieso que el título me gusta mucho, es una ecuación perfecta, según el editor Jorge Herralde. Algún día, si la salud y las ganas acompañan, bien podría convertirse en la crónica novelada de un tiempo y un país de fantasía. En cualquier caso, la lengua narrativa no sería ningún problema, porque, como es bien sabido, aunque los nacionalistas no quieran entenderlo, la auténtica patria del escritor no es la lengua, sino el lenguaje.
-Pongámonos pirandellianos… De entre sus personajes novelescos, ¿con cuál se siente más cómodo y cuál le incomoda?
-Me entiendo bien con los perdedores. Con la desdichada Montse, con el exboxeador Jan Julivert Mon, con el pirado capitán Blay, con la prostituta Balbina, con el Pijoaparte y con la criada Maruja, con Sarnita y con todos aquellos chavales de cabeza rapada que contaban historias sentados en las aceras del barrio. Y ningún personaje me incomoda, porque lo que pueda tener alguno de insocial, amoral o veleidoso, proviene de mí mismo.
-Metidos entre la realidad y ficción… ¿Cómo contempla el espectáculo que arrancó con la Diada y desemboca en la secesión?
-No soy nacionalista ni independentista. Respetaría el dictamen de la mayoría, si ese fuera su deseo, pero no comparto ni entiendo ese deseo. Me es indiferente que me mientan y me roben los políticos de Madrid que los de aquí. En boca de unos y de otros, la patria no es más que una carroña sentimental, y yo no como de eso.
-Dijo que Artur Mas le parecía un madelman. ¿Le sorprendió en su papel de Moisés rumbo a la Tierra Prometida?
-No. Uno de los horrores que acechan a un líder político en las campañas electorales es caer en manos de publicitarios con geniales y grandiosas ideas patrioteras.
-¿Se ve escribiendo en una Cataluña independiente?
-Me veo sentado en esta mesa, escribiendo a mano y con buena letra, acompañado por el saxo de Charlie Parker destilando «Oh, lady be good». Me veo en esas horas en que me libro de la hostilidad del mundo.
-Se cumplen veinticinco años de sus memorables retratos «Señoras y señores». En el dedicado a Jordi Pujol ya aludía a los «sentiments i centimets»: «He aquí un señor que confunde Cataluña con su persona. Y, sin embargo, no hay nada en esta fisonomía que recuerde a una nación». ¿Ratifica esas palabras?
-Totalmente. Nada en esta fisonomía recuerda o remite a una nación, sobre todo porque Cataluña es todavía una nación sin rostro, pero han pasado veinticinco años para el personaje, y ahora sí que el personaje podría ser, como decía Chesterton, «el hombre que necesita la patria visto de espaldas», es decir, yéndose después del deber cumplido.
-También está Roca Junyent, Felipe González, Fraga Iribarne, Alfonso Guerra, Ruiz-Mateos, Jorge Verstrynge (cuando era de derechas)… ¿Acertó en las descripciones, cabría modificarlas o añadir más «señoras y señores»?
-Tendría que revisarlos. Seguramente en algunos el paso del tiempo habrá modificado rasgos, no solo físicos. Roca, por ejemplo, se ha convertido en un tío listo, Verstrynge en un tertuliano exótico, Guerra en un humorista privado, Ruiz-Mateos en el candidato más honesto para presidir la Patronal... y Montoro en teleñeco luciendo su vocezuela, impagable neologismo de Javier Marías.
-La educación es una de sus preocupaciones. ¿Qué debería garantizar una enseñanza pública?
-Este es uno de los focos cancerígenos más graves que sufre España. La escuela debe ser laica, como debe ser y dice ser, pero no es, el Estado. La enseñanza no debe actuar según parámetros confesionales. Mientras no se legisle eso, España no será un país moderno ni una democracia creíble. Y a partir de ahí, buenos planes de estudio y no cambiarlos cada dos por tres.
-¿El ministro Wert realimenta el victimismo nacionalista?
-Pues sí. Se puede pensar que expone sus razones para provocar. En realidad, es un producto típicamente nacionalista, hay quien dice que es un artefacto mecánico -¿ha observado su sonrisa metálica y su gestualidad de plástico?- inventado por el propio Artur Mas. Ondia, podría ser.
-En «Últimas tardes con Teresa» retrató mordazmente a la burguesía catalana. ¿Esa clase social está hoy a la altura de las circunstancias o se ha rendido a la política para conseguir subvenciones?
-No pensaba en la burguesía catalana cuando escribí «Últimas tardes con Teresa». Tal vez años después la misma Teresa, ya casada y con hijos pequeños, sería miembro del grupo, y desde luego algunos hoy ocupan puestos de relieve en la política y las finanzas, y hasta en el trinque de prebendas, que florece por doquier. Pero no todos son chorizos.
-¿Se ha roto la trama de afectos entre Cataluña y el resto de España que se urdió en la Transición?
-Sí, se han roto puentes... si es que alguna vez los hubo de verdad. El problema no debería ser la lengua, la inmersión no sé si ha sido eficaz... En su momento era necesaria, quizá con algún exceso, pero correcta. El problema es que los políticos de aquí nunca han sabido explicar al resto de España qué diablos es Cataluña, y los gobiernos de Madrid, tanto de derechas como de izquierdas, nunca han sabido explicar qué diablos es la España de las autonomías. Estamos, no me cansaré de repetirlo, en manos de gente inepta: o los cambiamos por otros, o esto acabará mal.
-Usted escribió en prensa, aunque es muy crítico con el periodismo. ¿Hay demasiado columnismo de trinchera?
-Mucho columnismo de trinchera, a veces con efectos involuntariamente hilarantes, como el que el diario «La Vanguardia» ofreció el pasado 19 de diciembre en la página 23. Hacía tiempo que no me divertía tanto leyendo prensa. Venían en esa página dos artículos, codo con codo: uno de Francesc de Carreras y otro de Pilar Rahola; ambos exponían el mismo asunto: Cataluña y su deriva política. Si uno leía primero, como hice yo, el artículo del catedrático de Derecho Constitucional, y seguidamente el de la dicharachera periodista, tenía asegurada la carcajada: la comicidad involuntaria surge del texto de Pilar Rahola cuando vienes del rigor expositivo y la solvencia teórica del texto de Francesc de Carreras -esté uno de acuerdo o no con su criterio- a la columna de Pilar Rahola trufada de delirios reivindicativos, una auténtica empanada de históricos agravios y victimismo patriotero, de babosonas alabanzas a Mas y a Junqueras y de ridícula y total insolvencia teórica e incluso literaria. Me tronché de la risa leyendo esta columna. No sé si es periodismo de trinchera; al lado del texto de Francesc de Carreras parecía más bien periodismo de «tronchura», valga el palabro.
-Entre los bestsellers reinan las «Sombras de Grey». ¿A qué atribuye ese gusto por el sexo en este presente tan áspero?
-No he leído esa novela, mi interés por la subliteratura es escaso, y más si me la aderezan con sexo. No creo que este éxito tenga nada que ver con la deprimente situación que estamos viviendo, o que sea un sucedáneo de gimnasia sexual en tiempos de crisis. En todo caso, a mí se me escapa la relación. Para mí esta moda tiene el mismo significado cultural o social que un modelito de la diseñadora Agatha Ruiz de la Prada, es decir, ninguno.
-¿Cómo ve la literatura española actual?
-La veo bien. Quizá necesite menos adjetivos y más sustantivos, pero en mi opinión goza de buena salud.
-¿Último libro leído?
-«Las leyes de la frontera», de Javier Cercas, excelente novela; ahora leo «Esperando el alba», de William Boyd, muy buena, y una biografía de Jean Renoir, un cineasta de mi predilección, dedicada a su hijo Alan, al que conocí en Barcelona hace años.
-¿Y la última película?
-«Ser o no ser», de Lubitsch, obra maestra absoluta.
-Trabaja en una novela en la que aparecen esos «peliculeros» de los que no guarda buenos recuerdos… ¿En qué fase se encuentra?
-Tengo sesenta páginas que doy por buenas, y lo que resta anda en fase muy embrionaria. No deseo comentar de qué va el asunto, mi convencimiento de que un escritor no debe explicar lo que hace es absoluto y cada vez más firme.
-…Y escribe siempre con música. ¿Banda sonora de la entrevista?
-Ben Webster, con su «My Greatest Mistake!»

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