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terça-feira, 25 de setembro de 2012

La traducción neutra no es una pipa





La autora, historiadora de la traducción y una de las mayores especialistas de lengua castellana, analiza cómo la política y los negocios meten la cola cuando España juzga las traducciones latinoamericanas.

POR MARIETTA GARGATAGLI


El irlandés James Joyce, autor de "Ulises", novela traducida por primera vez al castellano por José Salas Subirats, en 1945 en Buenos Aires.
Etiquetado como:La Argentina un país de traductores

José Salas Subirats tradujo el Ulises de Joyce entre 1940 y 1945, en la equívoca paz argentina de la Segunda Guerra Mundial, como si el escepticismo de ese tiempo encontrara la metáfora perfecta en el escepticismo de ese preciso y extraordinario libro. Es raro que la primera traducción de una obra clásica sea la definitiva, pero así fue. Lo mismo ocurrió con las primeras versiones de John Dos Passos, William Faulkner, Virginia Woolf o cierto Franz Kafka, los autores, junto con Joyce, que más influyeron en la mejor prosa del siglo XX. Podrán volver a traducirse, reproducir con ilusoria precisión matemática el original, rodearse de rotundos aparatos críticos, pero nada será parecido al encuentro inicial de esas escrituras con los escritores que entonces eran el porvenir, los de América.

El pasado imperfecto no contiene el futuro que todavía no llegó y nos oculta qué podrán hacer nuevos lectores con los nuevos Joyce o Faulkner o Kafka traducidos después. Esas incógnitas no existen con el primer Ulises . Sabemos perfectamente qué pasó. Lo editó Rueda en Buenos Aires en 1945, lo reprodujo Diana en México en 1947, pasó de biblioteca en biblioteca y quedó incorporado para siempre a la experiencia de la lengua narrativa de América Latina, entonces todavía un work in progress .

A la manera paródica de Roberto Arlt, el castellano de Salas Subirats no reproducía de forma naturalista el habla de ninguna parte: era un idioma que no existía (ni existe) y justamente por su fisonomía desplazada podía adoptar la apariencia de un griterío contemporáneo, una suerte de voz o aullido completamente nuevo que definía y reproducía de modo profundo y definitivo el Ulysses original. Salvo en algunos diálogos y no siempre de forma coherente, los personajes repetían palabras reales porque eso, como observó Carlos Gamerro, convenía a la representación: había que marcar la diferencia entre la voz narradora, más áulica, de las voces de la calle, donde cabían los políticos de esquina, los fulleros o los predicadores. Pero incluso ese argot no tenía un solo origen y si alguien se dedicara a hacer cómputos vanos no tardaría en comprobar que de las casi cuatrocientas mil palabras del libro, las exclusivamente locales no superan el dos por ciento. Prodigios de la escritura: una traducción puede ser funcional a una lengua, a una tradición, a una literatura, sin que sea necesario descargar sobre los lectores las peculiaridades verbales de la tribu, el barrio, la ciudad o, desde luego, el país.

No porque sea incomprensible: el castellano es un idioma perfectamente comprensible de los Pirineos a Guinea Ecuatorial y las islas Chafarinas, de las tierras más australes de la Argentina al río Bravo y los desiertos de Sonora y de Chihuahua. La transformación de irlandeses o franceses o norteamericanos en los abundosos y dicharacheros y fraseológicos habitantes de las Chafarinas, por poner un ejemplo, no resultaría impenetrable. Sólo que proceder de esa manera desvirtúa el carácter ficticio de lo ficticio. Lo destruye.

Es fácil traducir “al modo más natural de decir algo” basándose en la mera experiencia personal o sostenidos por la creencia de que la mera experiencia personal contiene una centralidad universal. Lo laborioso es que un discurso parezca natural sin serlo: que un personaje parezca de Denver sin decir una sola palabra propia de Denver. O, como es el caso, que este Ulises parezca muy argentino aunque se llame “maritornes “ o “criada” a la sirvienta en lugar de mucama o muchacha o sirvienta. Y etcétera.

A este modo de traducir en la Argentina se le llamó neutro y nada tiene que ver esta denominación con ese engendro presente y comercial llamado castellano neutro o, según la función, traducción neutra que, a lo Frankenstein, aspira a juntar formas de varios lugares para dar la impresión de un idioma ecuménico.

La neutralidad de la escritura

Existe la idea, aunque llamarlo idea es exagerado porque se trata más bien de una rutina comercial, que lo que desuniformiza la lengua castellana (y por tanto arruina el negocio) es que los hablantes persisten en la molestia práctica de no llamar a las cosas por el mismo nombre.

Hasta no hace muchos años se dio por hecho, ¡incluso hubo quienes pusieron estas afirmaciones por escrito!, que el castellano de España (rebautizado como “español” como parte de una operación política del tardofranquismo) era la forma neutra que podía resolver las diferencias llamadas dialectales. Sin defender esta curiosa e inane fantasía, muchos artífices, ignoran o persisten en ignorar que sus libros –y por tanto sus traducciones– publicadas en Madrid o Barcelona se venden por toneladas en América Latina. Aunque haya profesionales que no compartan el principio de que el dialecto central norteño peninsular es una suerte de versión óptima del idioma, lo cierto es que al escribir obras en esta modalidad que se destinan en su casi totalidad a la exportación están contribuyendo a la peregrina idea de que un lenguaje extenso y compartido tiene un solo propietario y gestor: ellos.

Las cosas no se llaman igual, no

En verdad, las cosas no se llaman del mismo modo. Sin embargo, los lectores argentinos (o los chilenos o los mexicanos o todos) no esperan que en una traducción extranjera figuren las palabras que se utilizan en su entorno. No. Más bien se horrorizan de los resultados de corregir esa ridícula creencia. Porque para paliar los daños de lo que creen que pasa, algunos editores, sobre todo quienes inundan el mercado con variada y a menudo inconsistente literatura nórdica, creen que contratando un corrector que cambie “chupa” por “campera” el destinatario del texto respirará satisfecho. Todo lo contrario. Como nadie paga bien a los correctores , en la misma página aparece “chupa”, “campera”, “follar”, “me mola”, “me pone” y “joder, chavala boluda”. Un engendro. No es esto. Lo que el lector argentino (o chileno o mexicano o todos) sabe por experiencia de las traducciones argentinas, chilenas, mexicanas o todas que hay dos conductas respecto del léxico y esperan encontrarlas (en vano). Una: la palabra inevitable (raramente frecuente), por ejemplo, que en los relatos argentinos los caballeros lleven siempre medias. Ni calcetines ni calcetas, porque el término que se utiliza en el medio verbal del traductor no tiene ningún equivalente. Dos: las palabras evitables (casi todas) que se pueden sustituir por sinónimos neutros. Por ejemplo: las múltiples formas de decir aburrido: tedioso, hastiado, harto, opiado, podrido, esgunfiado, estufado, hinchado, mufado, patilludo y seco. ¿Esperaría un lector americano culto cualquier otra que no fueran las tres primeras? No, porque sabe que las que siguen son estrictamente locales. ¿No existe este mismo saber entre los traductores, los profesionales de la escritura y los editores peninsulares? Como debe entenderse que la respuesta rotunda es sí, porque la diferencia sociolingüística entre lengua y variación dialectal es una experiencia universal y temprana (¿a los siete años?), sólo cabe la desagradable afirmación de que estos ejercicios léxicos de “gilipollas” y “pijos” son voluntarios y también desdeñosos. Los avala el desdén mismo de la RAE a lo largo de los años y el triste papel asignado a las llamadas academias nacionales. Porque, ¿dónde está escrito que investigadores de la lengua se tengan que ocupar del nombre de sus escarabajos peloteros y no puedan elegir y definir cualquier palabra del inmenso repertorio conceptual de todo el saber, de todas las ciencias y disciplinas que se cultivan en sus países, en sus universidades e instituciones, en sus sociedades cultas y laicas? Esa distribución de tareas, la arrogante confusión entre ordenar un idioma y venderlo, el desprecio manifiesto por los lectores o los otros hablantes no describe a un ganador. Aluden a figuras prepotentes cuyo papel como árbitros culturales nadie toma en serio.

No se escribe del mismo modo

Sea como sea, tampoco el léxico es lo que define todo la lengua neutra. ¿Qué hicieron los traductores argentinos cuando, en los años treinta, comenzaron a traducir la prosa de Aldous Huxley, André Gide, Louis-Fernidand Céline, Virginia Woolf, Norman Mailer, Vladimir Nabokov, Graham Greene y a todos los escritores relevantes del siglo? Algo bastante simple en realidad. Utilizar la lengua culta de América de modo, como siempre, ligeramente conservador. La prosa de Argentina que utilizaba en la literatura, en el ensayo, en el periodismo. Un modelo verbal que había preservado muchos rasgos de la escritura clásica y que, quizá por la distancia de España no había conocido la decadencia del idioma del siglo XVIII, tal como puede verse en modelos del siglo XIX: José Martí, Manuel González Prada, Simón Bolívar, Domingo Faustino Sarmiento. Se trataba una lengua más cercana a la oralidad, más económica en el plano sintáctico y donde la materia visible del discurso la representaba el significado conciso o plural de las palabras y no los nexos o los entretenimientos circunstanciales para llegar a él porque se confiaba en la inteligencia del lector. A esos movimientos sintácticos deben añadirse otros rasgos, algunos aprendidos en la propia actividad de la traducción: disponer los adjetivos (sobre todo si son únicos y no perturban el ritmo de la prosa) detrás de los sustantivos eliminado el halo rancio y subjetivo de la anteposición; sustituir los adjetivos por el efecto calificador de sustantivos y verbos; repetir palabras, sin que se note y sin función enfática, porque el lector no necesita que le arrojen a la cabeza el diccionario de sinónimos; elegir palabras y expresiones por su sonoridad agradable y desechar las horribles, como “sobaco”, “polla” o “cojones”; no renunciar a los extranjerismos: affaire , chic , shorts , sweater , camp , si esos extranjerismos forman parte de la expresión normal de los hablantes; no utilizar frases hechas salvo que esas expresiones fijas se hayan convertido en enunciados de la lengua general sin marcas específicas y no se los pueda sustituir por una palabra, lo que también se llama catacresis; escribir con la naturalidad de la lengua actual, siglo XXI, pero sin certidumbres, con la distancia irónica del que sabe que las palabras no siempre dicen lo que dicen ni dicen lo mismo para todos los lectores ni siquiera para uno mismo. Este castellano no sólo es comprensible en todo el ámbito americano, es lo que, por definición, nombra la neutralidad continental.

La lengua de la traducción es la cuestión esencial de la traducción literaria. Lo más difícil pero, desde luego, lo más duradero. Resulta fácil copiarla, como se verá, pero sólo porque hay quienes siguen creyendo que una pipa es una pipa.

Epílogo

En España, los comentarios denigratorios de la traducción de Salas Subirats duraron años, incluyendo el presente. El comentario más común renegaba de “los mil argentinismos que molestan en una traducción destinada a ser leída tanto en México como en España”. Como los argentinismos en masa no existen (como puede verificar cualquier lector) la versión de la editorial argentina se publicó dos veces en España, con un éxito económico que también incluye el presente. Anotada por Julián Ríos e ilustrada por Eduardo Arroyo, el Ulises de Salas apareció en Círculo de Lectores de Barcelona en 1991 con una frase elogiosa que dice así: “La obra de Joyce, en la versión de José Salas Subirats que hemos seleccionado, mereció la aprobación de Jorge Luis Borges, primer traductor de un pasaje del Ulises al castellano”. Si fuera Paul Groussac diría que en las palabras anteriores las únicas verdaderas son “la obra de Joyce”, pero no soy Paul Groussac.

En 1996, los mil argentinismos volvieron a publicarse en “la masacre que un tal Chamorro (Planeta) cometió corrigiendo la versión de Salas Subirats” (Juan J. Saer), con el resultado siguiente: cada cinco o diez páginas, este señor que figura como traductor de Dublineses de Guillermo Cabrera Infante, sustituyó algunas palabras de la lengua general que tiene uso en la Argentina por palabras que sólo se usan en España. Desconocemos los motines que hubo en México cuando leyeron (y publicaron) el primer Ulises , pero sí es posible dilucidar la operación de corregir este libro. Se reduce a lo siguiente: una traducción argentina que era ¡ilegible! cuando se editaba en la Argentina ahora resulta muy legible vendida en España.

LAS PALABRAS


Sobre las palabras…

JOSÉ SARAMAGO

José de Sousa Saramago
- (Golegã, Azinhaga, 16 de noviembre de 1922 — Tías, Lanzarote, 18 de Junio de 2010) fue un escritor, novelista, dramaturgo, ensayista, periodista, cuentista, romancista y poeta portugués. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura de 1998. También ganó, en 1995, el Premio Camões, el más importante premio literario de la lengua portuguesa. Saramago fue considerado el responsable por el efectivo reconocimiento internacional de la prosa en lengua portuguesa. El 24 de Agosto de 1985 fue agraciado con el grado de Comendador de la Orden Militar de Santiago de la Espada y el 3 de Diciembre de 1998 fue elevado a Gran Collar de la misma Orden


Su libro Ensayo sobre la Ceguera fue adaptado para el cine y lanzado en 2008, producido en Japón, Brasil, Uruguay y Canadá, dirigido por Fernando Meirelles (realizador de El Jardinero Fiel y Ciudad de Dios). Em 2010 el realizador português António Ferreira adapta un cuento retirado del libro Objecto Quase, cuento que daria nombre al film Embargo, una producción portuguesa en coproducción con Brasil y España.
En el año 2004, visitando la ciudad de Rosario, Argentina para presidir la entrega de premios a los ganadores del Certamen Nacional de Escritura realizado en ese año, formuló las siguientes declaraciones:

"Las palabras no son ni inocentes ni impunes, por eso hay que tener muchísimo cuidado con ellas, porque si no las respetamos, no nos respetamos a nosotros mismos"
"Las palabras no son una cosa inerte, de la que se pueda disponer como a uno le venga en gana",
"Hay que decirlas y pensarlas de forma consciente. No hay que dejar que salgan de la boca sin que antes suban a la mente y se reconozcan como algo que no sólo sirve para comunicar”.

"Si de las 84.000 palabras que tiene el castellano se usan nada más que mil es evidente que no sólo faltan las palabras, sino también la capacidad para expresar sentimientos, ideas, opiniones", advirtió Saramago.
"Vivimos rodeados de mentiras. La mentira se ha convertido en un arma política de alta precisión”.

ERRORES ORTOTIPOGRÁFICOS





Errores ortotipográficos en textos redactados en español
FUENTE: BLOG DE XOSÉ CASTRO http://xcastro.com/articulos/propios/errores-ortotipograficos/

Introducción
Frecuencia de fallos en las traducciones


Este artículo ponencia surgió tras constatar la frecuencia con la que se encuentran ciertos errores de ortotipografía en traducciones al español, especialmente del inglés al español. Algunos traductores —o quizá todos nosotros en alguna ocasión— tomamos los signos de puntuación del texto original como delimitaciones físicas de nuestro trabajo. Por negligencia, cansancio o inexperiencia, constreñimos nuestra redacción a los límites impuestos por la estructura sintáctica del texto de origen: hablo de la división de párrafos, la estructura de la listas numeradas, el punto y seguido, los dos puntos, paréntesis, citas, etc. Para aquellos traductores que encasillan literalmente su traducción en la estructura de frases y párrafos del texto original, los nuevos programas de gestión de memorias de traducción (como Trados o Déjà Vú) no hacen más que empeorar las cosas porque estos emplean tales signos de puntuación como acotadores de segmentos, como unidad de medida al fin y al cabo. Bien es cierto que estos programas permiten variar estas medidas, pero son un obstáculo más para el traductor descuidado.
La ortotipografía en la traducción
Puede definirse la ortotipografía como «la materia que trata la correcta acentuación y puntuación de los textos, además de la correcta utilización de ciertos signos complementarios».
Ausencia de documentación
Sobre estas importantes cuestiones existen algunos buenos libros, pero no tantos como sería deseable, sobre todo en formato de vademécum o manual de consulta rápido para redactores, traductores y escritores.
Disparidad de criterios
En los últimos tiempos hemos asistido, creo yo, a un desprestigio de la ortografía, calificada por algunas personas (incluso insignes) como una materia caprichosa y de reglas algo aleatorias, quizá olvidando que la ortografía nace de la necesidad de diferenciar palabras, dar ritmo a las frases y facilitar la lectura; no fue impuesta por ninguna oscura organización sino que fue fruto de la necesidad lógica de redactores y lectores en el transcurso de los siglos. En general, las propuestas extremistas de simplificación de la ortografía (como sustituir la letra Q y la C, cuando es oclusiva, por K) suelen caer en el olvido pues «pecan de aquello de lo que se quejan»: intentar imponer unas reglas estrictas al idioma, que es propiedad y patrimonio de todos. La ortografía actual es más sencilla y precisa que la del siglo pasado y, seguramente, la de la próxima centuria siga la tradición…
Mi intención es exponer algunos de los principales consejos prácticos para todo redactor, especialmente traductor, y que este artículo sirva como base para seguir aprendiendo y profundizando en el conocimiento de nuestra lengua.
Comillas
Existen tres tipos de comillas: las latinas o españolas («»), las altas o inglesas (“”) y las simples (‘ ‘). Las comillas típicas del español son las latinas o españolas (« »). Las altas o inglesas (” “) se emplean cuando se incluyen citas dentro de una frase ya entrecomillada con las primeras. Las comillas simples se utilizan para encerrar significados o aclaraciones sobre el sentido de un término o frase.
Errores en las comillas:
1. Juan dijo: “Este “laburo” me tiene frito”.
2. Resolvió la cuestión ‘in situ’.
3. Fui a ver “La guerra de las galaxias”.
Uso correcto:
1. Juan dijo: «Este “laburo” me tiene frito».
2. Resolvió la cuestión in situ.
3. Fui a ver La guerra de las galaxias.
Letras mayúsculas
Se suelen utilizar en títulos de libros (portadas), cabeceras de publicaciones (diarios…), siglas y en los verbos de contratos y documentos jurídicos o administrativos (EXPONE, SOLICITA). Como es obvio, la acentuación de las letras mayúsculas es exactamente igual que la de las minúsculas. En otros tiempos hubo dificultades técnicas que impedían acentuar adecuadamente las mayúsculas, pero eso no significa que la norma haya cambiado. Paradójicamente, a nadie se le ocurriría, por ejemplo, dejar de poner la diéresis al escribir lengüeta en mayúsculas. Hace años me uní a la apuesta personal de Alberto Gómez Font (del Departamento de Español Urgente de la Agencia efe): si alguien me muestra un libro de texto oficial de cualquier país hispanohablante en el que se diga que las mayúsculas no se acentúan, yo lo invito a unas cervezas. Las normas de estilo dictan que, cuando hay frases en mayúsculas dentro de un párrafo, deben emplearse las versalitas (small caps) y no las mayúsculas.
Errores mayúsculos:
1. La Ciudad Y Los Perros, de Vargas Llosa.
2. Alvaro llegó de Africa el viernes pasado.
3. Lo leí en El Heraldo De Córdoba.
Uso correcto:
1. La ciudad y los perros, de Vargas Llosa.
2. Álvaro llegó de África el viernes pasado.
3. Lo leí en El Heraldo de Córdoba. Otro error no citado: en los contratos estadounidenses (especialmente en los contratos de licencia de programas informáticos) es habitual usar las mayúsculas para destacar los párrafos más importantes de un contrato. Esto no es propio en español, donde se prefiere usar la negrita o aplicar otro estilo diacrítico distinto de las mayúsculas.
Siglas y acrónimos
Las siglas se forman con las letras iniciales de las palabras y no tienen por qué formar una palabra pronunciable: OTAN, FMI, CD-ROM, etc. Se escriben siempre en mayúsculas y, generalmente, sin puntos, especialmente cuando pasan a formar palabras (acrónimos): láser, inri, Mercosur… Los acrónimos son, pues, palabras formadas a partir de siglas, que tienden a escribirse en minúsculas y a las que se aplica las normas de acentuación y formación de plural normales en otras palabras. Las siglas forman plural por duplicación de sus letras. Un caso típico es el de EE. UU., sigla empleada en varios países para designar los Estados Unidos de América, que debe escribirse con un espacio entre ambos pares de letras. Estrictamente, EE. UU. es una sigla en plural y por eso debe llevar punto abreviativo y espacio, como FF. CC., CC. OO., RR. HH., SS. MM. No está de más recordar que, tanto en español como en inglés, es incorrecto formar el plural de las siglas añadiendo un apóstrofo seguido de s, a pesar de que es un uso muy extendido.
Errores de las siglas:
1. CD-Rom.
2. EE.UU., E U A, f.f.c.c., etc.
3. CD-ROM’s.
Uso correcto:
1. CD-ROM.
2. EE. UU., EUA, FF. CC., etc.
3. Los CD-ROM, unos CD-ROM o, en todo caso, CD-ROMs (véanse las excepciones personales, a continuación).
Aunque la formación de plural en las siglas que acabo de explicar sea la normativa, los traductores técnicos sabemos que esto es imposible de cumplir en diversos contextos. La proliferación de siglas para designar elementos y objetos en documentos técnicos nos fuerza, en algunos casos, a utilizar plurales de siglas porque no es posible añadir un artículo que aclare el número del sustantivo (las TRFU, unas TRFU). En esos casos, yo soy partidario de saltarme la regla académica —dada la extensión que tendrían nuestras traducciones si lo hiciéramos— y agregar una s minúscula al final de la sigla para formar el plural (TRFUs).
Excepciones personales:
1. Este módulo está compuesto de: TRFUs, HRTOs y FSTs
La raya
Se usa, principalmente, para indicar oraciones incidentales e indicar aperturas de parlamentos en diálogos.
Errores de la raya:
1. Son dos ciudades — Roma y Venecia.
2. La traducción — Una ciencia empírica
3. Come—dijo ella—o llegaremos tarde.
4. Disquete—soporte de almacenamiento…
5a. Me temo -comentó Juan- que da igual.
5b. Me temo –comentó Juan– que da igual.
Uso correcto:
1. Son dos ciudades: Roma y Venecia.
2. La traducción, una ciencia empírica.
3. Come —dijo ella— o llegaremos tarde.
4. Disquete: soporte de almacenamiento…
5a y 5b. Me temo —comentó Juan— que da igual.
En el primer ejemplo se ilustra un uso anglicado de la raya. En inglés, este signo se emplea a menudo dentro de un párrafo sin que se corresponda con otra raya de cierre. En esos casos, debe traducirse por el signo de puntuación en español que corresponda: dos puntos, punto y coma, raya (doble), coma, paréntesis, etc. Veamos ahora el segundo ejemplo: es muy común el uso de la raya en inglés para separar títulos, oponer el número de un capítulo a su título (Capítulo 1—Configuración) cuando en español es más propio usar otros signos (dos puntos, coma, punto y coma…). En el tercer ejemplo, se observa que la raya de apertura debe ir unida a la palabra que precede e ir a su vez precedida de un espacio y, la raya de cierre, debe ir unida a la última letra y seguida de un espacio. Es decir, se intercala en una frase igual que los signos de interrogación y exclamación. Otra forma anglicada (cuarto ejemplo) es la del uso de la raya como equivalente directo de los dos puntos en glosarios, listas de palabras, listas de descripciones, etc. La raya se escribe, en Windows, pulsando Alt+0151 en el teclado numérico. Nunca debemos usar el guión o un guión duplicado como sustitución de la raya (ejemplos 5a y 5b).
El guión
El guión se usa para separar palabras compuestas (p. ej., argentino-chileno) y dividir palabras al final del renglón.
En inglés hay una tendencia a utilizar guiones que nosotros no debemos calcar en español. En ocasiones, en nuestro idioma, el guión separa más que une. Para que una palabra sea válida en español, no hace falta que esté en el diccionario, basta con que haya sido creada ateniéndose a las reglas correctas de formación de vocablos. Así, rellamar, rehabituar, etc. son palabras correctas que no se encuentran en algunos diccionarios y que en español no necesitan guión, aunque sus equivalentes en inglés puedan llevarlo. Obviamente, quedan incluidas en esta regla expresiones, perífrasis y sustantivos formados con guión en inglés, pero que no llevan guión en español: previously-approved changes, easy-to-read manual, 2- or 3-hour…
Errores del guión: co-ordinar, ex-presidente, re-llamar,
El signo menos (–)
Es un signo más corto que la raya (—) y más largo que el guión (-). Tiene la misma anchura que el signo más (+) y otros signos aritméticos. Es conveniente usarlo cuando se escriben números, fórmulas u operaciones aritméticas pues tiene la misma anchura que ellos. El signo menos se obtiene pulsando Alt+0150 en el teclado numérico (en Windows).
Ejemplos:
1. Separación de fechas:
• Juan Rulfo (1918–1986) fue un gran… (el guión puede llegar a verse muy pequeño, especialmente si se emplean letras de anchura no proporcional).
2. Intervalos de páginas o numeraciones:
• Págs. 2–25, 2–14…
3. Números negativos y operaciones aritméticas:
• –5 ºC, –2000 pesos, 4 ÷ 2 × 6 = 12
Signos (I)
El signo & se llama et, no ampersand, que es su nombre inglés (derivado de ‘and per se and’). Su forma es, de hecho, la de la conjunción latina et (j ) convertida en un solo signo. En español tiene poco uso porque su función, ser una cópula breve, nunca podrá superar la brevedad de la conjunción española y. No es cierto que su uso sea anglicado, aunque el español resurgió con fuerza por influencia del inglés (por ejemplo, en nombres de empresas como Goodman & Sons). Antiguamente, la abreviatura de etcétera se escribía &c. o j c. de ahí que alguna gente, por confusión (incluso en algunos escritos de la Academia) diga que tal signo se llama etcétera. Signos (II) La barra sirve, entre otras cosas, para separar fechas; también tiene una función preposicional en algunas unidades de medida combinadas. En inglés es habitual escribir ciertas unidades de medida combinadas con este formato: mph (miles per hour), gpm(gallons per minute). En español debemos usar la barra.
Ejemplos de la barra:
1. Fechas: 2/1993, 19/5/84, 19/V/94
2. Unidades de medida:
• km/h y no mph
• m/s y no mps
El signo # se puede llamar ‘número’ o ‘cantidad’. Y digo «se puede» porque es un signo inglés, aunque muy utilizado en muchos países hispanohablantes (llamado gato en México porque recuerda al juego que en España denominamos Tres en raya). Lo cierto es que, en general, en español se prefiere el uso de abreviaturas como núm. o n.º. En algunos países hispanohablantes no se entiende este signo como equivalente de la palabra número, así que debemos evitar su uso si nuestra traducción va destinada a varios países de habla hispana:
1. Pieza n.º 5 y no pieza #5.
2. N.º tel. y no # tel.
Abreviaturas y unidades de medida
Las abreviaturas se distinguen de las unidades de medida en varios aspectos. La principal diferencia entre abreviaturas y unidades de medida es que aquellas llevan siempre un punto abreviativo que indica, precisamente, su carácter de palabra abreviada. Otra diferencia es que sólo las abreviaturas pueden formar plural. Las unidades de medida son de número invariable. Asimismo, las abreviaturas admiten mayúscula, si es que su posición en la frase así lo precisa, mientras que las unidades de medida siempre van en minúscula.
Ejemplos de abreviaturas y unidades de medida:
1. Recorrió varios kms. hasta llegar.
Aunque las abreviaturas deben utilizarse únicamente cuando sea necesario por problemas de espacio (no es un recurso estilístico recomendable), podemos abreviar, dentro de un texto, como en este caso, una unidad que tiene su propio signo. Hablamos de kilómetros, pero lo tratamos como sustantivo, no como unidad de medida.
2. Tels. y faxes.
En este ejemplo se observa una abreviatura (que se distingue por el punto abreviativo) en plural. Como ya se ha señalado, las unidades de medida son de número invariable.
3. P.º, 1.ª, M.ª (no Ma.), 1.er
Ciertas palabras y números pueden abreviarse haciendo uso de letras en voladita. Generalmente, no más de tres. En algunos países, por influencia del inglés, se abrevian palabras comunes (como María onúmero) con la forma inglesa: inicial mayúscula, vocal y punto. No es lo habitual en español. Cuando la letra en voladita va subrayada, no hace falta el punto abreviativo: 1a.
4. n.º , núm. pero no No. o #.
Cuando se abrevia usando una letra en voladita también hay que incluir el punto abreviativo. Las abreviaturas, como cualquier otra palabra, van en mayúsculas o minúsculas, según si están dentro del texto o al principio de una frase. Hay cierta costumbre (por influencia del inglés) de calcar la abreviatura de la palabra número.
5. km/h, m/min, 20 kg, 12 kB, 10 MB
6. 12 h, 14 min
7. Bar más cercano: 5 m Las unidades de medida de los tres últimos ejemplos no llevan punto.
El punto
Debe tenerse cuidado al combinarlo con ciertos signos de puntuación: ( ), «», ¡!, ¿?, …
Las Academias han sorprendido a propios y extraños al indicar en su nueva Ortografía que el punto debe ir siempre fuera de las frases entrecomilladas, de paréntesis y otro tipo de acotaciones. Otros autores recomiendan usar el punto dentro de esos signos cuando la frase no es subordinada.
Después de los signos de admiración e interrogación nunca se pone punto porque se entiende que está incluido en el signo. Lo mismo ocurre con los puntos suspensivos, que se explican a continuación.
Puntos suspensivos
Se obtienen pulsando ALT+0133 en Windows, de modo que ocupan el mismo espacio que un carácter y no corremos riesgos de que se alteren al darle formato al documento. Siempre son tres puntos seguidos y sin espacios intermedios; solo tres.
Ejemplos de puntos suspensivos:
1. Tú, yo, la luna, el sol, tus ojos…
Sirve para omitir intencionadamente una parte del discurso, sugerir un final impreciso, denotar el paso del tiempo entre expresiones.
2. Su mujer [...] una santa y él [...] un tarado Cuando los usamos para indicar que se ha omitido parte del texto lo habitual es ponerlos entre corchetes y, a veces, aun entre paréntesis. 3. … y se fue, como una ola. Si una frase empieza con puntos suspensivos para sugerir un principio truncado, debe introducirse un espacio entre el signo y la primera palabra. Hay que tener cuidado de no abusar de este signo; ese efecto de imprecisión que transmite puede dar la sensación de que el que lo escribe parece no tener nada claro en su redacción. El otro día leí un mensaje en el que la autora empleaba 15 veces este signo. No sabía si afirmaba o dudaba hasta de su sombra.
Vocablos latinos
A veces se mete todo el idioma latino en un solo saco, pero a la hora de escribir ciertos vocablos, debemos diferenciar los vocablos latinos aceptados en nuestra lengua (españoles, por tanto) de loslatinismos, considerados expresiones de una lengua extranjera en la nuestra. Aquellos se escriben en redonda y se rigen con las reglas de acentuación del español. Estos se escriben en cursiva. El inglés ha suscitado la confusión en algunos traductores despistados. Así, asistimos a la llegada de anglicismos ocultos tras una máscara latina. Es el caso de status quo (statu quo), versus (contra, frente, comparación; generalmente abreviado como vs.), memorandum (palabra normalmente abreviada como memo y que debe traducirse en muchos casos —no siempre— como nota, circular, indicación, pues un memorándumsuele ser algo más formal en español). Esta última palabra resulta graciosa. Hace poco vi un programa informático que ofrecía, literalmente, «una función para memos», vamos, que permitía escribir notas para recordar ciertas tareas. Algo insultante, si lo leemos así, pero muy práctico. Memo debía de ser el traductor y el que aprobó la traducción.
Ejemplos:
1. Vocablos latinos españoles: in situ, ad líbitum, currículum, a posteriori, prima facie, motu proprio, sub júdice, grosso modo…
2. Latinismos y giros: Alea jacta est, do ut des, Aquila non capit muscas, etc.
Vocablos extranjeros
Ocurre lo mismo que con los vocablos latinos. Hay ciertos extranjerismos ya integrados en español y adaptados a nuestra escritura, aunque a veces, la pronunciación adaptada se parezca al original lo que un huevo a una castaña, como en el caso de búnker, bumerán, bungaló o elite (que la mayoría escribe élite y así se quedará). Luego están los extranjerismos de nuevo cuño. La Academia aconseja dejarlos en cursiva y sin acentuar si aún no han sido adaptados. En el caso de la palabra marketing, la Academia prefiere dejarla escrita como en inglés (en redonda pues ya la reconoce, aunque aconseja, como es lógico, el uso de mercadotecnia), pero algunos hablantes la acentúan aplicándole las normas de acentuación (márketing).
Ejemplos:
1. El impeachment es un proceso que…
2. Viajé a Nueva Escocia y luego a Misuri.
3. Hablar con anglicismos suena cool.
4. Márketing frente a márquetin.

ARGENTINA – UN PAÍS DE TRADUCTORES







Desde sus orígenes, nuestro país apostó fuerte a la traducción, volviendo propio el pensamiento del mundo. Esta producción destaca una tradición poco o mal conocida.
Fuente: Revista Ñ - POR JORGE FONDEBRIDER


Podría decirse que las traducciones son uno de los pilares sobre los que se fundó la Argentina, y también que, incluso hoy, éstas siguen siendo una importante base de sustentación para nuestra manera de procesar las complejidades del mundo haciéndolas nuestras. Y hay sobradas evidencias de ello.
En 1794, Manuel Belgrano tradujo las Máximas generales del gobierno económico de un reino agricultor, de François Quesnay, un texto de naturaleza económica, publicado primero en España y luego en Buenos Aires. Luego, en 1810, se publicó localmente El contrato social, de Jean-Jacques Rousseau, traducido –y expurgado– por Mariano Moreno, también traductor de Constantin de Volney y del marqués de Condorcet. Desde entonces, y hasta llegar a Un país mental, 100 poemas chinos contemporáneos , la muy reciente antología de poetas actuales, seleccionada y traducida por Miguel Angel Petrecca, la Argentina siempre ha traducido, discutido y asimilado el pensamiento y el arte de las más diversas latitudes, convirtiéndolo, adaptación mediante, en propio y, por lo tanto, confiriéndole nuevas especificidades. Así también lo vio el investigador y traductor Sergio Waisman, profesor de la George Washington University durante una visita al Club de Traductores Literarios de Buenos Aires (CTLBA): “La traducción importó el pensamiento y la literatura europeos a través de un proceso de adaptación y apropiación, y, re contextualización mediante, los acriolló”.
Ese proceso podría remontarse a Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría y José Mármol, quienes tradujeron y encontraron las palabras para describir el territorio de la patria en los textos de los visitantes británicos que, a su vez, habían descrito a la futura Argentina, tomando como modelo la prosa del naturalista alemán Alexander von Humboldt, y en ese curioso juego de influencias –como bien señala Adolfo Prieto en Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina. 1820-1850 – plantaron el germen de nuestra primera literatura. Domingo Faustino Sarmiento, en cambio, hizo otro tanto pero, en su caso, explorando acaso involuntariamente las posibilidades literarias del error: ya en la primera página de Facundo , anota “ On ne tue point les idées ”, frase de origen dudoso que atribuye a Hippolyte Fortoul –aunque otros atribuyen al Conde de Volney y, en otras oportunidades, a Denis Diderot–, que dice haber escrito con carbón al pasar por los baños de Zonda, en su huida a Chile, escapando del tirano Rosas, y que el autor de Recuerdos de provincia tradujo mal (“A los hombres se degüella, a las ideas no”). “En este caso, la traducción funciona como transplante y como apropiación –sostuvo Ricardo Piglia ante el público del CTLBA–. Pero es un manejo ‘lujoso’ de la cultura, neto signo de la civilización, corroído, desde su interior, por la barbarie”. Es posible que esa línea de fuerza surgida a partir de la apropiación de lo traducido para los fines propios, con el tiempo haya desembocado en las referencias equívocas, las citas falsas y la erudición muchas veces apócrifa de Jorge Luis Borges, convirtiendo así las manipulaciones políticas en propósitos estéticos.

Darles duro a los gringos
Entre las muchas historias que existen alrededor de la traducción en la Argentina, resulta insoslayable una que, verdadera o apócrifa, tiene como protagonistas a Bartolomé Mitre –traductor de Dante Alighieri, pero también de Víctor Hugo, de Henry Wadsworth Longfellow, de Lord Byron, de Pierre-Jean de Béranger y de Horacio– y a Lucio V. Mansilla. El segundo visita al primero y, al cabo de una larga espera, recibe las disculpas de su anfitrión, quien se excusa manifestando lo ocupado que estaba con la primera traducción argentina de la Divina Comedia. Mansilla entonces lo exhorta: “Hay que darles duro a los gringos, mi general”. Más allá del chiste, eso era justamente lo que Mitre estaba haciendo: le estaba dando duro a los gringos, cuando, en la década de 1890, traducía al castellano culto de su época, empleando, acaso por influjo de la incipiente inmigración, italianismos que después se harían carne en el habla argentina y que serían dura e injustamente rechazados por los españoles.
Tal vez, algo similar, pero de consecuencias mucho más perdurables, podrá leerse más adelante cuando Roberto Arlt convierta en potente prosa argentina el castellano de las malas traducciones españolas de Dostoievsky que él leía editadas por el sello TOR. O cuando el argentino José Salas Subirat (1900-1970), anticipándose en varias décadas a los traductores ibéricos, tradujo en 1945 por primera vez al castellano periférico de nuestro país el Ulises , de James Joyce, sacándole provecho a esa circunstancia ya que, como señala el escritor Carlos Gamerro, “el Ulises original está escrito, no en una lengua o dialecto, sino en la tensión entre una variante desprestigiada (el inglés de Irlanda) y otra dominante (el inglés británico imperial) – relación que puede compararse, aunque no homologarse, a la que existe entre el español de España y el de los demás países de habla hispana”.
Y aquí entonces vale la pena hacer una importante afirmación que no es evidente para todo el mundo: las buenas traducciones realizadas en este país son literatura argentina y entran en una serie que comparten con los textos producidos por los escritores nacionales.
Anticipándose a este juicio de naturaleza estética, la Ley de Derechos de Autor –más conocida como Ley Noble–, promulgada en la década de 1930, equipara al traductor al rango de creador, lo que hace que sus derechos sobre su creación sean inalienables, una circunstancia que los editores que exigen a los traductores la cesión de una traducción a perpetuidad suelen pasar por alto.

Los traductores
Los hombres y mujeres que han traducido en el país responden a muchas y muy distintas tipologías. Ha habido traductores circunstanciales, movidos por alguna afinidad ideológica, como es el caso de, por ejemplo, el político Juan B. Justo (1865-1928), quien en 1898 tradujo el primer tomo de El Capital , de Karl Marx, o guiados por la coyuntura, como ocurrió con el general José María Paz (1791-1854), quien a lo largo de sus cuatro años de cautiverio se dedicó a traducir La Guerra de las Galias , de Julio César, o el general Edelmiro Mayer (1839-1897), traductor de Edgar Allan Poe, mientras combatía en las guerras civiles argentinas y, posteriormente, en la Guerra de Secesión en los Estados Unidos. También, inmensos traductores profesionales, como Patricio Canto (1916-1989) y Floreal Mazía (1920-1990), “generalistas” que superaron holgadamente el centenar de títulos. Ha habido asimismo especialistas en un único tema, como es el caso de Carlos A. Aldao (1860-1932) y Juan Heller (1883-1950), quienes en las primeras décadas del siglo XX tradujeron a la mayoría de los viajeros ingleses del siglo anterior, y otros que alternaron entre una especialidad y textos que los atrajeron, como Carlos Muzzio Sáenz Peña (1885-1954), fundador del diario El Mundo , traductor de viajeros ingleses y de Rubaiyat , de Omar Khayam y de El jardinero , de Rabindranath Tagore. Ha habido también especialistas en una única lengua, como Lysandro Z. de Galtier (1901-1985), que sólo tradujo del francés, o traductores de múltiples lenguas, como J. R. Wilcock (1919-1978) o Aurora Bernárdez. Asimismo, ha habido traductores de un único género, como Delfina Bunge de Gálvez (1881-1952) y Alberto Girri (1919-1991), ambos traductores de poesía, o León Mirlas (1907-1990), traductor de literatura dramática, y traductores de todos los géneros imaginables, como José Bianco (1908-1986). Y para terminar esta caracterización caprichosa –y, por supuesto, muy incompleta–, hay una sobrecogedora lista de traductores escritores, de traductores provenientes del campo académico –vale decir, que se desempeñan en instituciones académicas y que en el ámbito de la traducción llevaron a cabo tareas de investigación y docentes– y otros que han elegido limitarse a ser nada menos que grandes profesionales de la traducción. Por supuesto que se trata, en más de una ocasión, de categorías de límites muy tenues que, de hecho, podrían aplicarse a un mismo traductor.

El mundo editorial
Paradójicamente, a pesar de la importancia que la traducción parece haber tenido en nuestra formación como sociedad y de que en la actualidad sea un tema ampliamente instalado en nuestras discusiones, muchos editores locales no se dan cuenta de que los libros traducidos sencillamente no existen sin los traductores. No sólo no reconocen la importancia de la profesión, sino que, de hecho, la ven como el eslabón más fácilmente vulnerable en el proceso de publicación de un libro originalmente aparecido en lengua extranjera. Las tarifas miserables y el regateo mendaz al que obligan a los traductores –comportamiento que los responsables editoriales nunca tendrían con la papelera, la imprenta o el encuadernador, para no hablar de las instituciones del gobierno nacional o del gobierno de la Ciudad que les compran libros a las editoriales obligando a sus empresas a todo tipo de descuentos– van acompañadas de contratos abusivos o del todo ausentes.
Y no se habla aquí de las empresas multinacionales que, salvo raras excepciones –Fondo de Cultura Económica de la Argentina– no traducen en el país, sino que importan libros traducidos fundamentalmente en España, siguiendo una agenda del todo ajena.
El problema lo plantean las editoriales argentinas, las cuales, paradójicamente, muchas veces publican no lo que los editores deciden, sino lo que los traductores, súbitamente devenidos en scouts, ofrecen. Pese a este servicio adicional, que por supuesto no se paga, mantienen políticas abusivas respecto de los traductores, muchas veces degradados al rango de “proveedores”.

Estado de situación
Un caso paradigmático es el de los subsidios para la traducción provenientes del exterior. Hoy en día, prácticamente casi todos los países civilizados –con la excepción de los Estados Unidos e Inglaterra (Gales y Escocia son otro caso)– cuentan con subsidios a la traducción para impulsar el conocimiento de las literaturas nacionales en el exterior. Aunque el subsidio corresponde a los traductores, el trámite deben hacerlo los editores. Y por esas cosas de la viveza criolla, no siempre los subsidios para la traducción provenientes del exterior llegan a los traductores, aun cuando se anuncien de manera inequívoca, porque quedan en el camino.
La lista de miserias es tan grande como la ignorancia que históricamente han demostrado los editores respecto de las leyes vigentes que una y otra vez burlan sin la menor elegancia, apelando a la amenaza siempre latente de no dar más trabajo a quien se queje.
Sumemos a lo dicho que la prensa cultural tampoco ayuda. Se comenta el estilo de los libros extranjeros traducidos como si hubieran sido escritos en castellano y sólo aparece el traductor cuando éste ha cometido algún error grosero o, absurdamente, cuando ha sido fiel al error ya incluido en el original por el cual luego va a ser criticado sin que el crítico tenga a mano el original que pueda justificar la anomalía.
En otro orden, se llega al extremo de no consignar entre los datos de una reseña el nombre del traductor porque al departamento de diseño de la publicación en cuestión no pensó en ello y en la redacción nadie se lo hizo notar.
Llegados a este punto, está claro que el público raramente percibe a los traductores. Mucho menos advierte que, cuando leen traducciones de otras variantes del castellano –fundamentalmente las españolas– lo hace siguiendo una agenda ajena impuesta por la compra de derechos “para toda la lengua”, artilugio que atiende apenas a criterios comerciales y nunca a las necesidades de cada provincia del castellano.
Este estado de situación justifica entonces plenamente la publicación de este número especial que, además de honrar un trabajo muy mal valorado pero indispensable, ha buscado tratar el tema de la traducción en la Argentina desde todos los ángulos posibles. Es, para decirlo con alguna melancolía, una nueva botella arrojada al mar.

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