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segunda-feira, 24 de dezembro de 2012

CUENTO DE NAVIDAD








No sabes lo que es el amor
Ilustración: Ulises
Lorenzo Silva -
FUENTE: EL MUNDO - España.



Que las tres hermanas Gonyalons se hubieran agenciado tres maridos tan desparejos no pasaba de ser en el día a día una simple anécdota. Es lo que tiene el estilo de vida contemporáneo: los que tienen empleo demasiado atareados, los que están en el paro replegados sobre sí mismos y pocas ocasiones para el encuentro familiar. Pero al llegar la Navidad aquella disparidad adoptaba tintes de tragedia, con algún ribete apocalíptico.

Aquella Navidad de 2012, pensaba Adrián, el marido de la hermana del medio, era probablemente la menos propicia para reunirlos a todos. Si por lo común, en años anteriores, ya saltaban las chispas entre Genís, el marido de la hermana mayor, y Gonzalo, el consorte de la pequeña de las Gonyalons, con las noticias que había deparado el año, y en especial las últimas semanas, la batalla campal estaba servida.

Que Genís debiera toda su carrera política (y todo su recorrido laboral, dicho sea de paso) a la militancia en un partido nacionalista, era a efectos de la paz familiar una adversidad sólo comparable al hecho de que Gonzalo hubiera sido hasta ese mismo año empleado de mantenimiento de la plaza de toros de Barcelona, empresa cuyo futuro, de por sí poco prometedor, había truncado definitivamente una ley promulgada por el parlamento catalán con los votos, entre otros, de la fuerza política en la que militaba Genís.

Todo aconsejaba, sobre estas premisas, abortar la siempre accidentada y desoladora cena de Nochebuena que, inasequible al desaliento, preparaba con toda su destreza culinaria, que no era poca, y todo su amor, que no le andaba a la zaga a sus habilidades como cocinera, la madre de las Gonyalons. Y sin embargo, era justo a la cena a donde se dirigía Adrián, junto a Mireia, su esposa, embargados ambos por una inminente sensación de catástrofe. Cómo iban a dejar de reunirse justo este año, que además del año del fin del mundo maya (otra paparrucha con la que cuatro listos se habían forrado vendiendo morralla pseudocientífica) y del principio de la emancipación nacional impulsada por el president Mas y el no-president Junqueras (no necesariamente en ese orden), había sido también el del fallecimiento del señor Gonyalons, y por tanto el primero de viudedad de su abnegada compañera de fatigas.

Las tres hermanas, contrariando el tópico de las rencillas materno-filiales, albergaban hacia la madre un amor incondicional, y los tres cuñados, defraudando también la generalizada expectativa según la cual la suegra es lo más parecido a un dolor de muelas, tenían todos los motivos para profesarle a aquella mujer prudente y generosa el respeto y el cariño que de corazón sentían hacia ella, sentimiento este que representaba su única unanimidad.

Los primeros compases de la velada transcurrieron de forma alentadora. Habríase dicho que todos hubieran reflexionado sobre lo delicado de la coyuntura, en particular en lo referido al momento emocional por el que atravesaba la viuda de Gonyalons en la primera Nochebuena sin su esposo. O eso, o que las hermanas Gonyalons se habían empleado a fondo previniendo, persuadiendo o amenazando, cada una en la medida de sus posibilidades, a sus respectivos cónyuges. Adrián podía dar fe de la parte que le tocaba. Antes de salir de casa, Mireia, con tono seco y admirable economía verbal, le había dado este aviso:

¬–Por una vez, Adri, no me seas irónico.

Ése era el papel que a él le tocaba, dentro de la refriega en que tendía a convertirse la nefasta conjunción de cuñados: incapaz de endosar las frecuentes invectivas de Genís contra la miseria, el atraso y la crueldad congénita del carácter español, para lo que le incapacitaba la inscripción de su nacimiento en el registro civil de Albacete, y nada proclive a compartir el Santiago y cierra España con pasodoble de fondo que era la letanía constante de Gonzalo, exceso que le vedaban tanto su desagrado ante el maltrato animal como la lectura de Montaigne, su reacción consistía en burlarse de uno y otro sutilmente, pero no lo bastante como para que no lo acabaran advirtiendo. La intervención de Adrián, llegados a este punto, equivalía a regar un incendio con un chorro combinado de gasolina y alcohol de 96º.

La cena transcurrió así entre alabanzas a la cocinera y conversaciones neutras e intrascendentes, la mayor parte de ellas referidas a los niños, a quienes se les dejó erigirse, con la apertura de regalos al pie del árbol, en el centro de la celebración, lugar legítimo que usualmente les arrebataba la reyerta entre sus progenitores. Todo parecía deslizarse hacia un inopinado y casi increíble final feliz cuando en la tele salió Raphael. Al verlo, Genís, bajando la guardia por efecto del cava, rezongó:

–Hasta cuándo seguiréis dando la lata con ese franquista.

Gonzalo saltó como un resorte:

–Hasta que reconozcáis que los Manel duermen a las ovejas.

No hizo falta mucho más. Cuarenta y cinco minutos más tarde, después de una bronca con ataque de nervios incluido de la señora viuda de Gonyalons, los defensores de las opuestas esencias patrias se retiraron y quedaron Adrián y Mireia, designados al efecto por la circunstancia de no haber procreado, a cargo de la anciana y afligida señora, a la que Mireia acostó y le suministró un Orfidal para que pudiera conciliar el sueño.

A eso de las tres, conduciendo hacia casa, Adrián puso en el CD del coche a Billie Holiday. Tenía su último disco, Lady in Satin, el que grabó al borde ya de la muerte, con una voz macerada en ginebra. Sonó You Don’t Know What Love Is:

Until you’ve flipped your heart and you have lost You donŽt know what love is,

Hasta que no te da un vuelco el corazón y pierdes, no sabes lo que es el amor.

Adrián pensó que eso era, quizá, lo que necesitaban esos dos enconados colectivos a los que representaban sus cuñados: que el corazón se les volcara y perder lo que cada uno representaba para el otro. Le pareció una idea ingeniosa, pero se mordió la lengua antes de compartirla con Mireia, que viajaba con el ceño fruncido en el asiento del copiloto.

De pronto, ella le dijo:

–Gracias, por no haberlo empeorado esta noche.

Asintió en silencio, pendiente de la conducción. Era algo a la vez feo y triste, que cosas así se sentaran a la mesa de una familia para convertir una posible felicidad en aquella fatídica mala baba que no paraba de fluir. Y lo peor era que no había remedio, que no parecía haber forma de luchar contra ello. O sí, quizá había una. No lo pensó mucho y lo puso en palabras:

–¿Sabes lo que creo? Que deberíamos tomar medidas.
–¿Qué medidas? –preguntó Mireia.

Adrián puso un gesto pícaro.

–¿Te acuerdas de la última palabra de Eyes Wide Shut?

Mireia lo miró, recelosa. Se acordaba, claro.

–Pues ésa –dijo él.

Y aquella Nochebuena, Adrián, de Albacete, y Mireia, de Sant Joan Despí, protestaron a su modo, y sin salir de su cama, contra la maldición idiota que le había caído a su familia.

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