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quinta-feira, 28 de julho de 2011

ELOGIO DE LA MENTIRA


Somos todos mentirosos
Prosa de Sábado
23 de octubre de 2010
Sergio Augusto - O Estado de S.Paulo
Si aún viviera, el escritor argentino Alejandro Bevilacqua tendría hoy 72 anos. Bordeaba los cuarenta cuando murió misteriosamente en Madrid, apuñalado en la calzada del predio donde vivía el entonces inédito ensayista Alberto Manguel, compatriota de la víctima. Se habló de accidente, suicidio y asesinato, hipótesis simultáneamente levantadas por la policía y por los que convivieron con el escritor, uno de los muchos exilados por la dictadura militar argentina a mediados de la década de 1970.
Pobre Alejandro. Acababa de consagrarse con un marco literario, El Elogio de la Mentira, mezcla de comedia, tragedia lírica y feroz sátira política, elevado al mismo nivel de Unamuno y Thomas Mann, "el más sagaz retrato de nuestra época y sus pasiones", según Manguel, su amigo y confidente. A pesar del escalofrío que causó, a única obra dejada por Bevilacqua jamás fue traducida para cualquier lengua. ¿Por qué?
Porque “El Elogio de la Mentira” jamás existió; así como Bevilacqua, es una invención de Manguel, un libro fantasma. Mayores detalles en el romance “Todos los Hombres son Mentirosos” (Compañía de las Letras, traducción de Josely Vianna Baptista).
Hace casi 80 años Borges reseñó un libro hindú, “La Aproximación a Almotásim”, supuestamente editado en Bombay y cuya inexistencia frustró, pero también divirtió, a un buen número de lectores. La broma hizo escuela, de donde salieron Pierre Menard, Bustos Domecq, borgianos de origen, y todas aquellas meta ficciones de Paul Auster, Rubén Fonseca y Enrique Vila Matas. Admirador de Borges en la adolescencia, Manguel bebió directo de la fuente, se puede decir.
Al llegar a Madrid, en pleno crepúsculo del franquismo, mas no prófugo de la dictadura argentina, solamente en busca de calma para escribir, Manguel ya rumiaba un romance protagonizado por un artista cuya vida hubiese sido frustrada, quizá destruida, por una única mentira. Su enredo, que en principio tendría como telón de fondo a Buenos Aires, llevó años para germinar. Al oír del marido de la escritora Margaret Atwood la historia de un disidente cubano que huyera con los originales del romance de un colega de celda en La Habana y lo editara como siendo de su autoría, en Miami, Manguel montó su rompecabezas. Al ver, en la casa de otro amigo canadiense, la foto de un joven anónimo, de mirar nostálgico, se materializó en su mente la figura de Alejandro Bevilacqua.
Un Cyrano porteño con trazos del stendhaliano Fabrice del Dongo, de Molina de “El Beso de la Mujer Araña” y de la versión que Vila Matas dio al Bartleby de Herman Melville: es, en esencia, Alejando Bevilacqua. Pero no pudo adelantar sobre Bevilacqua (salvo que vivía de escribir libretos para fotonovelas y era muy flaco, alto y triste, se movía con la lentitud de una jirafa, tenía un aire somnoliento, una elegancia simple, voz ronca y dedos finos amarillos de nicotina, algo de Camus y Boris Vian), para no arruinar el placer proporcionado por la lectura de “Todos los Hombres son Mentirosos”, un ingenioso romance policial literario cuya estructura narrativa mucho debe a los filmes “Rashomon” y “El Ciudadano Kane”.
Su título, extraído de los Salmos, ya tuvo otros corolarios: "la verdad de cada uno", "así es si le parece", etc. Todos los hombres son mentirosos porque la verdad absoluta es una ilusión, una imposibilidad - como su opuesto, la mentira absoluta. No la mentira deliberada, pero la mentira de la cual no somos culpables, la mentira que simplemente se debe a nuestros propios límites de ver al mundo. No conocemos la realidad, solamente fragmentos de ella. Desde otra perspectiva, lo que acreditábamos verdadero se puede revelar falso o, como mínimo, discutible, y vice-versa.
Es de esa limitación que trata el romance de Manguel. Y también de las cuestiones del exilio, de las dictaduras, de la vanidad intelectual, de la impostura, de la envidia y de la traición.
Un periodista francés de origen español, Jean-Louis Terradillos, por más señas afincado en el villorrio de la región de Poitiers donde hace años Manguel estableció residencia, intenta desanudar el rosebud de Bevilacqua a partir de cuatro testimonios. El primero a hablar es el propio Manguel; en seguida, Andrea, la amante madrileña de Alejandro, para quien, además, Manguel "no pasa de un imbécil" cubierto por una visión novelesca del mundo y de las personas; después, por carta, "El Chancho" Olivares, un cerebral cubano que dividirá una celda con el escritor en Buenos Aires, y, por fin, otro exilado argentino, llamado Tito Gorostiza.
En el quinto capítulo, Terradillos entrega los puntos. Disponía apenas de retazos y episodios inconclusos de la vida breve pero agitada de Alejandro Bevilacqua; tenía su silueta perfectamente sombreada en la imaginación, mas los datos para cubrirla o eran de más o de menos. Y el periodista se recoge a su insignificancia, en la condición de "esperanzado cronista" de una existencia lagunosa.
Aquí y allí un personaje real se entromete, pasivamente, en la narrativa: el crítico y poeta español Pere Giamferrer, la poetisa española Ana María Moix, la romancista Carmen Laforet, el crítico argentino Noé Jitrik - que, sin excepción, adoraron “El Elogio de la Mentira” - y, con especial y merecido destaque, Vila Matas, pues, al fin de cuentas, según Manguel, Bevilacqua lo había inspirado a escribir Bartleby & Compañía. Abusando de la licencia poética, Manguel inventa un encuentro fortuito de Vila Matas con el "seudo -Bartleby" argentino y también una carta de condolencias y especulación policial del escritor catalán al autor de Todos los Hombres son Mentirosos. Borges lo habría adorado.

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