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quinta-feira, 14 de julho de 2011





JUANA ROSA PITA
ESPECIAL/EL NUEVO HERALD
Soy como un jirón de una nube de otoño que vaga inúltilmente por el cielo.
R. T.






Así comienza el poema 80 de G itanjalí, la colección de 103 poemas en prosa que, traducida por Yeats al inglés, le valió el Premio Nobel de 1913 al célebre poeta, músico y pintor bengalí, Rabindranah Tagore (India,1861-1941). No he olvidado esa línea entre otras que se han ido esfumando desde que las leí una noche estrellada en alta mar. Era septiembre de 1961 y el paquebote Guadalupe había zarpado de Cádiz cinco días antes. Tardaría cuatro más en tocar puerto en Nueva York. Iba a bordo con mi hija mayor, María Isabel, que nacida en La Habana aquel año había paseado durante tres meses por el Parque del Retiro en Madrid, donde cumplió siete meses. Viajábamos gracias a la aunada generosidad de un grupo de cubanos exiliados y de la Trasatlántica Española, que en cada viaje les concedía varios puestos para quienes no podían pagarse el viaje. “No sé si volveré. No sé con quién me voy a encontrar. En el vado, el hombre desconocido toca, en su barquilla, su laúd”. Releo ahora esta otra línea de G itanjalí.
“Maravilloso misterio de curvas, sin una sola línea recta”, como dice el poema 71, es ciertamente el universo. Pero eso se ve solo a largo plazo o en momentos privilegiados se siente, y siempre nos sorprende. Conocí la poesía de Tagore, traducida por Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, a los 21 años gracias a que, tres días antes de embarcarnos, me gasté las pocas pesetas que tenía en el volumen azul de su obra recogida por Aguilar. El libro me acompañó por años en mi casa de Virginia; lo perdí en mayo de 1979 por una inundación que tuve a poco de mudarme a una casa en Miami. Claro que nunca se pierde la poesía que en buena niebla ha dejado semillas germinando. O como dice en el libro que nos ocupa el también autor de El jardinero y La Luna Nueva nacido en Calcuta hace 150 años. “Permite, Padre, que mi patria se despierte en ese cielo donde nada teme el alma, y se lleva erguida la cabeza, donde el saber es libre...”
En 1924 Tagore pasó dos meses en una quinta de Victoria Ocampo, quien admiraba su obra desde antes. El poeta no pudo viajar a las celebraciones del centenario de la Independencia del Perú, a causa de una gripe violenta que en cambio propició que trabara una gran amistad, amorosa y fecunda, con la escritora argentina calificada de “fantástica” por Javier Marías, a partir del retrato que de ella muestra e interpreta en susMiramientos. Curiosamente esa vivaz mirada fue la que al parecer cautivó a Tagore, quien con ella mantuvo correspondencia el resto de su vida y de hecho anotó poco antes de morir: “No conocía el idioma de ella pero lo que me decían sus ojos perdurará para siempre, elocuentes en su angustia”. La estancia de Tagore en Buenos Aires queda también documentada en el libro de Marías por una foto de grupo en que Tagore sale desfavorecido, y por algo más que su atuendo: en particular por su mirada “nirvánica” y algo sombría, como en muchas después de su viudez. Tan diversa de la de ella, a quien por algo Ortega y Gasset llamó “La Gioconda de las Pampas”.
Quizá Victoria Ocampo se había prendado de la voz que en G itanjalí escribiera:”Tú me has hecho sitio en casas que me eran extrañas. Tú me has acercado la distancia y me has hermanado con lo desconocido”. Quizá sintió el llamado a darle dimensión humana a esta líneas de difuso misticismo del Tagore ya herido (había perdido a su mujer que solo tenía 25 años, y había perdido simultáneamente a dos de sus cinco hijos, testigos de la escritura de las obras que le dieron fama.): “Todo el aire está vibrando con nuestra melodía, y las edades pasan en este jugar al escondite de nosotros dos”. La última vez que se encontraron fue en una estación de trenes de París. Él quiso que ella fuera a Shantiniketan: “Mis canciones me guiaron, cada día, a los misterios del placer y del dolor. Y ahora, ¿a qué portal de qué palacio me han traído, en este anochecer en que acaba mi camino?” •


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